Luisa Casati: la mujer dandi

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En la encrucijada del mundo finisecular con las vanguardias, la marquesa Luisa Casati encarnó una insólita «obra de arte viviente» que avanzó prácticas cercanas a la performance o el body-art. Una exposición reciente en Venecia ha recuperado su figura y mostrado que nadie como ella expresa de manera tan nítida la potencialidad moderna del dandi

El dandismo es un fenómeno fundador de la modernidad artística al que no siempre se presta la atención que merece. El dandi es un personaje que, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, consagra todo su esfuerzo a su apariencia exterior. Un árbitro de la elegancia, desde luego, pero no solo eso. Félix de Azúa lo define cabalmente como alguien que imparte doctrina sobre valores de comportamiento no a través de su discurso ni de sus obras, sino de su propio cuerpo. El dandismo no se limita al territorio trivial de la pose –postureo, diríamos hoy–, es la actitud de quienes hacen de sí mismos «escaparates del comportamiento moral del cuerpo».

Sea como fuere, aquellos de quienes se predica la condición de dandi siempre fueron hombres. El ápice histórico del fenómeno se relaciona con los años del cambio de siglo en torno a 1900, en un momento dominado por la cultura artística del simbolismo, el modernismo y el decadentismo del art for art’s sake. ¿Hubo alguna vez mujeres dandi? Estamos en condiciones de afirmar que hubo al menos una: la marquesa Casati, personaje fundamental de la escena artística y el gran mundo de los primeros treinta años del siglo XX, un arco temporal que la sitúa en el gozne del fin de siècle y el nacimiento de las vanguardias, de los que participó de forma activa y entregada.

La marquesa Casati, por Man Ray, 1922.

La marquesa Casati, por Man Ray, 1922.

A Luisa Casati la identificamos inmediatamente como protagonista de una célebre fotografía de Man Ray de 1922 en la que su rostro hipnótico interpela al espectador a través de los tres pares de ojos que resultan de lo que el fotógrafo presenta en sus memorias como fruto del azar surrealista, aunque quizá lo fuera de una deliberada doble exposición. Una fascinante muestra reciente en el Museo Fortuny de Venecia, que pudo visitarse hasta el 8 de marzo, la ha sacado definitivamente de la socorrida condición segundona de aristócrata extravagante, amiga, amante y mecenas de artistas modernos, para otorgarle el estatus que merece: el de purasangre dandi y gran artista ella misma, como siempre proclamó Alberto Martini –su amigo y más asiduo retratista entre los muchos que la representaron–, por más que nunca realizara otra obra que no fuera su propia vida.

Nacida Luisa Amman en 1881 en Milán, era hija de una familia de la alta burguesía industrial ennoblecida por su temprano matrimonio, con apenas 19 años, con el marqués Camilo Casati Stampa di Soncino, del que se divorció en 1914. Huérfana de padre y madre a los 15 años, heredó una fortuna fabulosa que empeñó íntegra en el único objetivo de su existencia: «Quiero ser una obra de arte viviente».

Para ello se sirvió de dos estrategias complementarias. Por una parte, realizó su obra a través de la mano de otros, reuniendo una colección de pinturas y esculturas que planeó cuidadosamente como fragmentarias epifanías de sí misma. Sus retratos vienen firmados por Giovanni Boldini, Alberto Martini, Giacomo Balla, Fortunato Depero, Luigi Russolo, Kees van Dongen, Erté, Ignacio Zuloaga, Augustus John, Paolo Troubetzkoy, Man Ray o Cecil Beaton, por mencionar solo una pequeña y selecta muestra, pero la verdadera autora no es otra que Luisa misma, porque solo ella estaba en el secreto que les da coherencia como conjunto abierto y variado pero pleno de sentido. 

Por otro lado, la marquesa Casati asombró al gran mundo de su tiempo con sus fiestas de disfraces en Venecia y París, en las que, más que como anfitriona, actuaba como protagonista, foco dramático, guionista, directora de escena y ejecutante a un tiempo. Por decirlo de una vez: como genuina performer que se anticipa no solo a los nuevos soportes del arte de acción que se desarrollarán a partir de los años sesenta, sino incluso a su matriz dadá de los años de la Gran Guerra en Zúrich y Berlín.

En todos los casos, el mínimo denominador común de la actividad artística de Luisa es su cuerpo cuidadosamente rectificado. Dotada de una anatomía alejada del canon de belleza femenina de su tiempo, ella se encargó de exacerbar la singularidad de su inusual complexión huesuda, su altura imponente, su rostro alargado de rotunda quijada y sus ojos magnéticos y saltones de los que hizo casi un logotipo. Fue después de 1910, en torno a sus treinta años, cuando su imagen corporal cuajó en sus rasgos básicos. Una fotografía de Adolf de Meyer de 1911 la muestra ya con el pelo cortado a lo garçon, con guedejas estudiadamente anárquicas. Empezó a teñirse el cabello de rojo con henna y a pintarse los labios de color cinabrio. La toma tiene ya la frontalidad desafiante que persiste once años después en las de Man Ray; y la mirada magnética acusa las pupilas dilatadas con gotas de belladona y se enmarca con un cerco siniestro de ojeras negras –que se hará más intenso en los años siguientes–, obtenido a partir de un polvo de almendras quemadas y molidas, plomo, cobre, minerales, ceniza y ocre. Lo que vemos es una imagen construida, un cuerpo virtual cuyo escenario es el mundo y cuya textura dramática está tomada de la ficción: es la tipología de la «mujer fatal», la belle dame sans merci que difunden la literatura y el arte de fin de siglo y que Luisa decide encarnar como hilo conductor de su proyecto de obra de arte viviente. [El retrato de Meyer ocupa el fondo de la imagen que encabeza este post, tomada en la exposición de Venecia].

La marquesa Casati, por August Edwin John, 1919.

La marquesa Casati, por August Edwin John, 1919.

Luisa Casati prolonga ese universo de origen simbolista y finisecular de manera expresa al mundo de las primeras vanguardias como no lo hizo ningún artista de su tiempo. Siendo amante durante años de Gabriele d’Annunzio, la encarnación por antonomasia de ese mundo decadentista en Italia, fue también íntima amiga de Marinetti y entusiasta promotora del futurismo, que aspiraba a retorcerle el cuello al cisne dannunziano. Nadie como ella expresa de manera tan nítida la potencialidad moderna del dandi. Si la modernidad es el compromiso indeclinable con el presente, nadie como el dandi se diluye en él sin condiciones ni concesiones a la eternidad.

La prueba fatal de la enjundia moral del dandi, lo que lo aleja de toda trivialidad, es que siempre acaba mal. A finales de los años treinta se mudó a Londres totalmente arruinada. Allí vivió hasta su muerte en 1957 en una sola habitación con poco más que las cinco libras semanales que le pasaba su amigo y examante Augustus John. Si reunía más se lo gastaba en médiums profesionales para sus tenidas espiritistas. Sin embargo, las fotografías que le tomó Carl Reitlinger en 1942 –y aún las que le robó ignominiosamente Cecil Beaton en 1954 y que le costaron su amistad y una maldición de su puño y letra– son tan obra suya como las demás. Nada desdicen de los dos versos referidos a Cleopatra que Shakespeare pone en boca de Antonio y que la nieta de Luisa hizo grabar en su lápida como epitafio: «La edad no pudo marchitarla ni la costumbre agotar/su infinita variedad». Bien pudo añadir los dos que les siguen: «Otras mujeres sacian el hambre que alimentan/ella despierta más apetito cuanto más sacia».

José María FAERNA

Este texto extracta el artículo de José María Faerna publicado en Descubrir el Arte 193. La revista puede encontrarse todavía en los quioscos y en quiosco.arte.orbyt.es

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