Destacamos la retrospectiva que ofrece el Museo de Bellas Artes de Murcia hasta el 5 de julio sobre este creador de conceptos, en un recorrido que acoge todas las disciplinas y materiales en los que imprimió su visión constructivista
La pintura de Torres-García es trascendental en la ambigüedad completa de la palabra. Trascendental como figura del panorama contemporáneo, como firme defensor de la vanguardia en cualquier lugar, pero también trascendental en sí mismo, como creador platónico y pitagórico que entendía el arte como plasmación de las ideas en formas: «El lado material no debe gobernar nuestra naturaleza, debemos amar solamente lo que es superior» (París, 1931). De este modo, desechó la creación artística como mera experimentación formal y plástica, en la búsqueda incesante de lo eterno en lo temporal. Por ello, el Museo de Bellas Artes de Murcia pone en valor la extensa y variada producción de este artista como uno de los nombres fundamentales para el arte de vanguardia internacional, olvidando la cerrazón de artista latinoamericano.
Nacido en Montevideo en 1874, Joaquín Torres-García, no volvió a Uruguay hasta el final de su madurez. Su itinerancia artística y vital le llevó a recalar en la Barcelona de finales del siglo XIX durante una larga temporada. Inició su carrera como pintor muy vinculado ya a temas ideológicos, pues fue uno de los pintores que mejor encarnaron el Noucentisme impulsado por Eugenio d’Ors. No obstante, este tipo de pintura de ideas era inherente al propio Torres-García y la mantuvo durante toda su vida. El estrecho lazo dibujado entre la Barcelona noucentista y el clasicismo arcaico mediterráneo en imágenes como Mujer con cántaro (Mural de la casa del Barón de Rialp), 1905-1906, muestra el deseo de una construcción identitaria a través de la estética, como realizaría a su vuelta a Montevideo con lo precolombino.
El encuentro con Rafael Barradas en 1916 encamina su estética hacia una geometría más marcada influido por el «planismo» de su compatriota, alejado de la causa nacionalista e impulsado por la necesidad de mantener un arte actual, como muestra Planisme au Bateau (1929). Si bien bebía de la filosofía tradicional en su concepción vital, estimaba imprescindible que cada época tuviese su propio arte, como sinónimo del presente. Por ello, su viaje a Nueva York en 1920 imprimió vertiginosidad en su obra, en Italia contempló el futurismo y no permaneció ajeno a su paso por la Costa Azul, reencontrándose con un mar Mediterráneo que le hizo regresar al clasicismo.
Puso su mirada en el París de los años veinte con el deseo de experimentar su fervor creativo y fue allí donde culminó su proyecto artístico. Su condición de artista filósofo y el deseo de fomentar protección hacia su familia hicieron que este cénit fuese tardío, con la plena madurez de 56 años, al contrario de lo que sucedía con los jóvenes artistas bohemios. Fue un artista de reflexión, de lectura y teorización en la biblioteca, nunca de inmediatez, como demuestran sus palabras: «Sentir lo universal, llegar a la forma pura, liberarla de todo aquello que es accesorio y contingente, encontrar el ritmo, eso es ser artista» (Barcelona, 1917).
No obstante, su constructivismo distaba mucho del reduccionismo y la pureza de líneas del grupo De Stjil por una cuestión de principios. Para Torres-García la abstracción fue un medio y no un fin, y el uso de la matemática y la proporcionalidad un acercamiento al platonismo y no mera experimentación científica. Las «impurezas» de sus obras y la introducción de elementos figurativos mantienen «el pie en la tierra» a pesar de hablar del mundo de las ideas, pues el artista debe acercar los conceptos a lo humano. En este deseo de socializar el arte impulsó durante toda su vida una labor pedagógica muy importante, desde clases privadas a la creación de la Escòla de Decoració de Barcelona en 1915 y la Asociación de Arte Constructivo y el taller Torres-García en Montevideo. Si a ello se le suma su capacidad de innovación y su carácter de artista multidisciplinar, imprimió arte en algo tan humilde como los juguetes.
La llamada de atención sobre el arte latinoamericano de estas últimas décadas ha borrado la proyección internacional de Torres-García. Es cierto que a su vuelta a Montevideo lo precolombino adquirió gran relevancia tanto en la temática como en la forma con la intención de forjar una identidad distinta de la europea, pero la importancia del uruguayo no tiene fronteras. Quizá fuese el célebre Alfred Barr quien fomentase esta visión geográfica del arte de Torres-García al incluirlo en la colección de arte latinoamericano del MoMA aunque es comprensible la utilización de una figura de tal calibre como abanderado de una cultura considerada hasta hace poco como periférica.
Al final de su vida siguió incansable, impartiendo charlas y teorizando sobre sus ideas estéticas, reflejado en «Lo Aparente y lo Concreto en el Arte» (Montevideo, 1947), donde finalmente aceptó la pintura en tres dimensiones como posibilidad pero siempre manteniendo su espíritu de conceptualidad, rechazando como Platón todo lo mimético.
Natalia de VAL NAVARES
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