Una nueva aventura de Blake y Mortimer

13015644_768652606605048_1419216975802525982_n.jpg

Con la publicación del cómic El testamento de William S., uno de los mejores de esta saga y cuya traducción española ha visto la luz este mismo año 2017, la continuación de la serie iniciada por Jean Van Hamme y Ted Beonit en 1996 con El caso de Francis Blake ya llega a su décima aventura

Después de varios meses entregado a los álbumes de los Humanoides Asociados El Incal de Alejandro Jodorowsky y Moebius, Antes del Incal, también de Jodorowsky como guionista y con Zoran Janjetoc como dibujante-, lecturas a las que también cabría añadir Los tecnopadres, igualmente de Jodorowsky y Janjetoc, mi regreso a la Línea Clara con la última entrega de las aventuras de Blake y Mortimer se me ha hecho tan grata como debió de serlo el regreso a casa del hijo pródigo. Y ha sido tan placentera la vuelta a los dibujos joviales y apacibles de la escuela belga, tras la deriva por el cómic alucinado de la francesa, que me lleva a concluir que mi baremo para medir el cómic es diferente a la del resto de las manifestaciones artísticas y culturales, que prefiero malditas, heterodoxas y alucinadas.

Me explico, si las aventuras del detective John Difool -el protagonista de los Incales junto a Deepo, su extraño pájaro- hubiesen sido una película o una novela, me hubieran maravillado. Una novela o una película alucinada, como lo son todas las entregas de la saga de los Incales donde se cuentan las peripecias de Difool, por esa exaltación de la fantasía y la subjetividad, inherente a la alucinación per se, me hubieran cautivado desde las primeras viñetas. Pero hay algo que me disgusta en los tebeos alucinados, escépticos y metafísicos, tal son las obras de los Humanoides Asociados. No es otra cosa que mi arraigo a la Línea Clara que, amén de al grafismo de la historieta, también alude a la pureza de sus personajes. Como ya he escrito en numerosas ocasiones, Tintín, el paradigma de la Línea Clara, fue la primera referencia de mi mitología personal. Tintín llegó antes a mis altares que el cine, el rock y la literatura, el resto de los pilares que -por este orden- fueron conformando mi propio Olimpo. Adoraba al infatigable reportero de Le petit vingtiéme antes incluso de saber leer, cuando empecé a amar el resto del cómic.

Ya en mi adolescencia, cuando me di con profusión a la lectura del comix underground -escrito así, con “x” para subrayar su marginalidad- descubrí que había algo en la obra de Robert Crumb -las aventuras de El gato Fritz, Mr. Natural- que me desagradaba. Al igual que en los Freaks Brothers de Gilbert Shelton, también leídos en los 70 con asiduidad, esa desavenencia de mi yo más íntimo con el comix underground no era otra cosa que mi mediatización por el candor de la Línea Clara a todos los niveles. Tanto Crumb como Shelton me gustaron por lo que decían, no por cómo lo decían. O, si se prefiere, por el fondo, que no por la forma.

Pero ya no soy dogmático ni para mis propios gustos. Por otro lado, se han quedado muy lejanos ciertos placeres a los que me di antaño, que me predisponían a los dibujos alucinados. De modo que hay algo que me distancia de una historieta como El Incal, que empieza y acaba con el suicidio de Difool después de que todos sus compañeros de aventuras se hayan fundido con el mítico metal al que alude el título. Hablando en plata, hay algo que no me gusta por mucho que Yves Chaland -otro de los grandes de la Línea Clara- fuese uno de los coloristas de las primeras aventuras de Difool. No es sino el estigma de Tintín, feliz piedra angular de mi educación sentimental, de cuya influencia jamás he querido librarme como sí lo he hecho de tantas otras cosas que quisieron inculcarme en mi despertar a la vida. Dicho esto, vayamos sin más dilación a los apuntes sobre la nueva entrega de los discípulos más destacados del infatigable reportero: el profesor Philip Mortimer y el capitán Francis Blake.

Con la publicación de El testamento de William S., el título en cuestión cuya traducción española ha visto la luz este mismo año 2017, la continuación de la serie iniciada por Jean Van Hamme y Ted Beonit en 1996 con El caso de Francis Blake ya llega a su décima aventura. No es éste, sin embargo, el cómputo de álbumes. Como es sabido La maldición de los treinta denarios (2009 y 2010) -también con libreto de Van Hamme y dibujos de René Sterne y Chantal de Spiegeleer- se prolonga en un par de entregas. Como también es el caso de Los sarcófagos del sexto continente (2003 y 2004), con guión de Yves Sente y dibujos de André Juillard. Diez también fueron las aventuras concebidas por el gran Edgar P. Jacobs, tras Hergé, segundo del triunvirato rector de la Línea Clara. De sus ya numerosos acólitos, Sente y Juillard precisamente han sido los responsables de un mayor número de álbumes. No es de extrañar por tanto que a ellos se deban las que, a mi juicio, son los mejores –La maquinación Voronov (2000), La vara de Plutarco (2014)-, pero también el que menos me ha satisfecho: El juramento de los cinco lores (2012). El testamento de William S merece ser incluido entre los mejores.

Así como la textura de los dibujos de Jacobs se perdió inexorablemente en la prolongación de la serie, la densidad de los bocadillos de los discípulos no desmerece, ni en extensión ni en altura intelectual, a los del maestro. En ambos casos son tan enjundiosos y extensos que sólo por ello las aventuras de Blake y Mortimer merecerían ese término de “novela gráfica”, que parece referirse a las historietas más elevadas.

Tanto es así que el William S. aludido en este nuevo título no es otro que Shakespeare. Sí señor, la eterna especulación sobre la autoría de su obra da pie a Sente a urdir una trama en torno a dos sociedades. Por un lado, están los stratfordianos. Como bien puede deducirse de su nombre, tomado del de Stratford-on-Avon -solar natal de Shakespeare- son los defensores a ultranza de la autoría de todas las obras que se le atribuyen al Bardo. Frente a ellos se yerguen los oxfordianos, quienes lo ponen en duda. A mediados del siglo XIX, la rivalidad entre ambas sociedades llevó a algunos de sus miembros a enfrentarse en duelo. El conflicto tomó tales dimensiones que indujo a un tal Lord Sandfield a donar una cuantiosa cantidad a aquellos que aportasen la prueba definitiva en el plazo de una centuria.

Esto nos lleva a esos años cincuenta del amado siglo XX en los que están localizadas las aventuras de nuestros protagonistas. He creído detectar algún anacronismo en las fotocopias que hace el marqués de Stefano Da Sapiri, dudo de que, en 1958, año en que está fechada la aventura, existieran las fotocopiadoras. Pero lo cierto es que la época está reproducida con el primor habitual en la serie. De hecho, en las primeras viñetas (pág. 6 para ser exactos), se nos presenta el mítico Marquee. El que habría de ser uno de los legendarios espacios del rock en el Londres venidero, entonces sólo es un “club de jazz de reputación diabólica” recién abierto en el 165 de Oxford Street.

Mediante varios flashbacks se nos lleva de 1958 a los días en que Shakespeare cultivó una supuesta amistad con un tal Da Sapiri, un veneciano antepasado del marqués citado. Su hermana, Ornella, sería la “Dark Lady” a la que el bardo de Avon dedica sus sonetos y el propio Da Sapiri, el coautor de sus obras. De hecho, se pretende que Shakespeare sería la transcripción al inglés del nombre italiano Sapiri.

La prueba definitiva se encuentra en los sótanos del palacio veneciano del actual marqués. Pero en Londres, los oxfordianos no están dispuestos a perder la partida y se valen de Olrik, recluso en la cárcel de Wandsworth. La prisión no será óbice para que el villano más grande de toda la historia del cómic dé a Sharkey, el más feroz de sus secuaces, las instrucciones pertinentes para obrar contra el profesor, desplazado hasta Italia en busca de esa prueba concluyente que inclinará la balanza a favor de los stratfordianos.

Aplaudo el regreso de Sharkey. Nunca me cansaré de alabar ese afán de recuperar a los personajes de las aventuras anteriores, pilar fundamental de los universos narrativos. Esta vez no hay velada de nuestros héroes en el Centaur Club. Pero no falta la secuencia en su residencia de Park Lane y allí es un placer volver a encontrarse con Mrs. Benson, su ama de llaves. Ya metidos en tan encomiable faena, Sente y Juillard nos vuelven a presentar al antiguo amor de Mortimer en la India: la novelista Sarah Summertown. Personaje creado por Sente y Juillard -que no por Jacobs- nos fue devuelto en El santuario de Gondwana (2008) y ya forma parte de la espléndida galería de secundarios de la serie. La hija de Sarah, Elizabeth, será la compañera del profesor en su periplo italiano de esta espléndida entrega.

Finalmente, cuando se cierra el conflicto entre los oxfordianos y los stratfordianos, queda pendiente la subtrama que desde la primera viñeta se ha venido desarrollando en Londres. Óscar, el hijo del último descendiente de Lord Sandfield, es el joven que, desde su mesa del Marquee, lidera la banda de teddy boys que asalta a quienes se adentran por la noche en Kensington Gardens. Semejante personaje -dibujado como un dandi decadente, a mitad de camino entre Dorian Gray y Lord Byron- no está dispuesto a perder la suma legada por su antepasado. De modo que no duda en ordenar a uno de sus secuaces que mate a su propio padre. Naturalmente, Blake lo impide.

Cabe un último apunte sobre el homenaje a Hergé que implica la inclusión del fetiche arumbaya en la antepenúltima viñeta de la página 26. Ya vimos a esta entrañable figura de La oreja rota (1937) -escribo esto frente a una miniatura de ella- en la página ocho del primer tomo de La maldición de los treinta denarios (2009), de Jean Van Hamme (guion) y René Sterne y Chantal de Spiegeleer (2009). Ojalá se convierta este tributo en una tradición en la serie. Gráficamente, la amistad que unió a Jacobs y Hergé más allá del trabajo nos ha dejado viñetas como esa final de El cetro de Ottokar (1939) en que Tintín es recibido en la corte del rey Muskar. También he creído ver cierto parecido con Jacobs en uno de los falsificadores que Tintín maniata al final de La isla negra (1938). No sería de extrañar, pues aquellos fueron los años en que Hergé y Jacobs colaboraron más estrechamente en las aventuras de Tintín. Después, cuando tras la liberación de Bélgica Hergé fue acusado injustamente de colaboracionista por haber publicado en un periódico controlado por los alemanes durante la ocupación, en un momento dado Jacobs temió que el maestro fuese sacado de su casa por las masas para ser linchado o algo por el estilo y se presentó allí dispuesto a impedirlo.

Es maravilloso que los discípulos de Jacobs recuerden ahora a los dos grandes maestros de la Línea Clara con esas inclusiones del fetiche arumbaya en algunas de las nuevas aventuras de Blake y Mortimer. Nacidas en el primer número de la revista Tintín, el año pasado celebraron su 70 aniversario. El testamento de William S. fue el álbum conmemorativo de la feliz efeméride y no hay duda de que Sente y Juillard -junto a la colorista Madeleine De Mille- han sabido estar a la altura de las circunstancias.

Javier MEMBA

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

scroll to top