París, marzo de 1913. Una entrevista desconocida a Picasso

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Mary Williams, una joven periodista e ilustradora, conocida con el seudónimo de Kate Carew, acompañaba sus reportajes con caricaturas de sí misma y de los entrevistados, celebridades y miembros de la aristocracia del dinero. El encuentro entre la autora y el pintor tuvo lugar en el estudio de la coleccionista Gertrude Stein y se publicó bajo el título “Kate Carew llega al éxtasis con un postcubista”. Esta entrevista, totalmente desconocida al permanecer sepultada en los archivos del New York World, ha sido rescatada por el profesor Javier Pérez Segura en el transcurso de una investigación

Javier PÉREZ SEGURA

El secreto alquímico del cubismo estaba a punto de desaparecer, víctima de su éxito. Las etapas previas (cézanniana, analítica, hermética), que habían sido protagonizadas casi en exclusiva por Picasso y Braque, darían paso al cubismo sintético, una fórmula de sincretismo que se extendería sin control por algunos círculos de artistas de vanguardia.

En cierto modo, se había popularizado tanto que estaba a punto de simular un estilo y, lo que es peor, de crear una Escuela, conocida como “sección áurea” o “grupo de Puteaux”, en cuyas filas militaban artistas tan diversos como Marcel Duchamp, Robert Delaunay, Juan Gris, Francis Picabia, Fernand Léger, Frantisek Kupka, Albert Gleizes o Jean Metzinger. Los dos últimos acababan de escribir, incluso, un tratado sobre el asunto en 1912, titulado Sobre el cubismo y los medios para comprenderlo. Un manual para domar esa revolución es lo que me parece que pretendían esos ingratos herederos.

Fotografía de Kate Carew, 1903. Arriba, Primera visita a Picasso en La Californie, por David Douglas Duncan, 8 de febrero de 1956, plata sobre gelatina, Barcelona, Colección Museu Picasso.

Varias decenas de pintores y escultores hacían cubismo, o sus personales interpretaciones del mismo, llegado ese año 1913 ¡Cómo no pensar, entonces, que si cualquiera podía hacer cubismo, estaba claro que el cubismo tenía firmada su sentencia de muerte! En pocos meses, cuando empiece la Gran Guerra, todo esto sería un hecho definitivo, sin vuelta atrás: el cubismo se podría llamar a partir de entonces de otro modo (postcubismos, neocubismos) pero ya no cubismo. Porque ese tiempo de la utopía fundacional había pasado y porque la pareja Picasso-Braque empezaría a pintar, cada uno por su lado, en otros registros.

En marzo de 1913, una joven periodista estadounidense logra que Picasso acepte una cita con ella para hablar de arte –eso debía pensar él, imaginamos– aunque al final no sería así, ni mucho menos.

Caricatura de Kate Carew, 1903.

Ella se llamaba Mary Williams (1869-1961), pero la historia de la cultura norteamericana la conoce por su seudónimo, Kate Carew. Había nacido en Oakland, California, y se había formado en la Escuela de Dibujo de San Francisco. Hacia 1899 empezó a trabajar de ilustradora en el diario San Francisco Examiner y, poco después, se trasladaría a Nueva York, donde Joseph Pulitzer la había contratado para su diario New York World. Desde 1901, y hasta 1914 aproximadamente, el destino de Kate Carew (a la que nos referiremos en adelante como K. C., porque era así como ella firmaba sus textos y dibujos) estuvo en el Viejo Continente, sobre todo en París y en Londres.

¿Qué hacía allí? Bueno, eso ya supone un serio problema porque K. C. superaba con mucho las tareas básicas de entrevistadora a celebridades y miembros de la aristocracia del dinero. Para conseguirlo, solía acompañar sus encuentros con caricaturascarew cactures las llamó, en un ingenioso juego de palabras con su seudónimo– de los entrevistados y de sí misma; también creaba viñetas “de ambiente”, con espacios urbanos o domésticos que rodeaban al protagonista. En definitiva, conseguía que sus artículos fueran casi una experiencia que el lector podía vivir en persona.

The Wright Brothers and Kate Carew, antes de 1912.

Como buena periodista, K. C. sabía que solo contaba el “aquí y ahora” y, en consecuencia, jugaba sus cartas al límite. Muchos famosos de aquella época dorada pasaron por sus manos (las que habían escrito las preguntas pero también las que hacían los dibujos humorísticos) y, quizás, la mejor forma de entender su posición de privilegio en el periodismo de comienzos de siglo sea enumerar a algunos: Winston Churchill, Theodore Roosevelt, J. P. Morgan, los hermanos Wright, Guglielmo Marconi, escritores como Mark Twain, Émile Zola o W. B. Yeats, el director de cine David W. Griffith, las actrices Sarah Bernhardt, Lilian Gish o Ethel Barrymore…

“Kate Carew llega al éxtasis con un postcubista”[1]

Ese es el título del artículo, que iba acompañado por este largo y divertido subtítulo: “La americana estudia ‘el sublime elementarismo’ en presencia de un no menos elevado postimpresionista como Picasso, seguidor de Matisse, pionero de ‘sólo Dios lo sabe’ en el campo del arte avanzado. El juvenil y atractivo español se muestra tímido y retraído pero prolífico en ¡Ohs! e irritable sólo cuando sus cuadros son discutidos. Su visitante tiene suerte al adivinar el significado de algunas pinturas”.

La entrevista a Picasso de Kate Carew, publicada en el New York World.

Los comentarios sarcásticos que dan paso al artículo nos confirman que K. C. no se contaba entre las máximas defensoras de la Vanguardia. Es más, amontona tópicos cuando llama “postimpresionistas” a todos los vanguardistas, o cuando los define como jóvenes cuyos gustos extravagantes se estaban extendiendo, casi por contagio, al universo más amplio de la ropa o de la decoración del hogar (¿estaría pensando en Sonia Delaunay o apuntaba a una tendencia más generalizada, que se vería confirmada poco después con ejemplos como el diseño marca De Stijl, L’Esprit Nouveau o Bauhaus?), y como un grupo de individuos más interesados en discutir vacuamente sobre cualquier tema que en pintar o esculpir.

El encuentro tuvo lugar en el estudio de una coleccionista estadounidense cuya identidad no se atreve a facilitarnos. Nos cuenta, al menos, que es un lugar lujoso que, piensa, por desgracia tiene todas las paredes “decoradas” con “ese” arte. En este sentido K. C., que siempre fue pintora y debía saber algo de la historia de la pintura moderna, llega a identificar, además de muchos cuadros de Picasso –unos cubistas y otros de etapas precedentes–, alguna obra de Cézanne y varios Matisse, así como el retrato de Mme. Matisse en kimono que hizo André Derain en 1905, y que era propiedad de los hermanos Stein.

Gertrude Stein, fotografiada por Alvin Langdon Coburn, 1913, negativo, gelatina en un rollo de película de nitrocelulosa.

De manera que ese estudio, donde se produjo la entrevista con Picasso, era ni más ni menos que la casa de Gertrude Stein en París, un increíble museo privado de la vanguardia que conocemos gracias a diversas fotografías de principios de siglo. Fue Gertrude la que organizó esa entrevista, eso sí, con la condición de que K. C. no debía preguntarle a Picasso nada respecto al arte moderno y, mucho menos, respecto a su arte.

Gertrude Stein en su casa.

De repente, entró Picasso en ese apartamento de “la” Stein:
“Una figura corta, compacta, de niño, con una mano sobre la cabeza de un gran perro blanco como la nieve […] Parece muy joven. Tiene 31, en realidad, pero no lo parece en absoluto. Es fuerte como un atleta, con espaldas inusualmente anchas y aspecto masculino, y sus manos y pies en contradicción porque son pequeños y están formados delicadamente. Sus manos parecen más viejas que su cara, ya que tienen venas y nudos como las de los ancianos; incluso así son muy artísticas […]

Su cara es otra contradicción. Es la cara de un trovador español. Instintivamente esperarías verle con un sombrero (en castellano en el original), una capa y una rosa roja entre los labios, tañendo una guitarra.

No es la cara de un fanático ni de un soñador.

No es la cara de un pragmático hombre de negocios que ve posibles ventas en el sensacionalismo.

No es la cara de un bromista, que quisiera divertir a un público ingenuo.

No, es la muy agradable cara de un artista sencillo, sincero, sin mucho sentido del humor, pero con convicción y fuerza.

No puedo entender cómo puede pintar figuras tan feas, cuando sólo tiene que mirarse en un espejo, copiar lo que ve y hacer algo que sea digno […]”.

Autorretrato de Picasso, en su estudio en la calle Shoelcher, París, h. 1914.

La prolija descripción de cómo era físicamente Picasso y de qué ropa llevaba había desconcertado a K. C., que esperaba otro tipo de pintor, seguramente menos aburguesado, o incluso más marginal. Sea como fuere, ahí estaban frente a frente en una conversación que empieza con un asunto central como es el de la recepción del cubismo picassiano en Estados Unidos, y que muestra a una Gertrude Stein mucho más entusiasta que el propio artista:

“ […] –‘He visto la reseña de la exposición en Nueva York’, le informó ella.

–‘¡Ah!’, dijo él aburrido, como si no hubiera ninguna obra suya en la muestra, y una sabe que sí las tenía […].

–‘Me pregunto qué opinará América de sus cuadros’, inquerí vivazmente, sin dirigirme a nadie en particular.

–‘¡Oh, creo que la gente dirá muy poco!’, intervino la anfitriona, ‘no se atreverán. Tendrán miedo de decir algo equivocado, de criticarle y de que eso demuestre que son ellos los que están anticuados’ […]”.

Retrato de Gertrude Stein, por Francis Picabia, 1937, óleo sobre lienzo, Zúrich, Galería Haas.

Habría sido –pensamos– el momento perfecto para que K. C. le preguntara directamente por las razones de su arte, que ella era incapaz de entender, pero había prometido no hablar de ese tema. ¿De qué hacerlo, entonces? Quizás podríamos responder a esa pregunta, y caracterizar de paso toda esa entrevista, con una frase que se resumiría así: Picasso entre dos mujeres, estadounidenses, modernas e independientes. No es raro, por ejemplo, que empezaran charlando sobre boxeo (en concreto, sobre el legendario campeón afroamericano Jack Johnson) y sobre el cine de Hollywood, dos propuestas de ocio que, al parecer, les gustaban mucho a los tres.

Cultura popular americana, por supuesto, y su imparable calado en la europea. También historia contemporánea americana porque leemos a continuación que a Picasso le interesaban bastante las noticias que había oído sobre la marcha a Washington, que habían culminado el 3 de marzo de 1913 las sufragistas en su lucha para que las mujeres tuvieran derecho a voto. Hablaron también de la figura de la célebre británica Emmeline Pankhurst y de sus hijas, y de por qué en España las mujeres no defendían lo mismo. Quiero recordar aquí que K. C. era sufragista (menos radicales que las llamadas sufragettes) y pensaba que los españoles –incluido Picasso, del que insinúa un cierto machismo– habían evolucionado muy poco respecto a esas ideas.

Caricaturas de Douglas Fairbanks y Mary Pickford, por Kate Carew, 1890.

Hablaron también de la obra de H. G. Wells y de otros escritores ingleses, lo que sorprendió mucho a K. C., que no se lo esperaba de un artista español, pero muy poco de arte. Sólo se atrevió a preguntarle si había empezado a pintar cuando era niño, a lo que Picasso respondió escuetamente que sí, que su padre era pintor y que él se había formado en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona.

Pocas opiniones más había podido arrancar del artista, lo que viene a confirmar la fama que tenía éste de poco teorizador sobre el arte, hasta el punto de que K. C. llega a afirmar, sin duda con un punto de exageración, que “la única cosa que le aburre es discutir sobre arte”.

En cualquier caso, la imagen final que consigue dibujar acerca de Picasso a comienzos de 1913 es bastante sugerente por compleja, la de un artista sincero que cree en su arte sin necesitar explicarlo y sin esperar el aplauso de nadie:

“Parece interesado en todas las cosas y hay un tono indagador en su voz y una simpatía en su mirada que te hace querer charlar mucho con él. Luego, detrás de esa franqueza de niño, hay una sombra atormentadora de algo que no alcanzas, un matiz de ideas que él no puede o no quiere expresar, un deseo de seguir solo, de mantener cerrada la puerta de la habitación del fondo”.


[1] “Kate Carew gets her ecstatic fill on a post-cubist”, New York Tribune, Nueva York, 29-3-1913. Sobre la genial personalidad de Kate Carew, se puede acceder a la web www.katecarew.com.

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