Historiografía tintinófila

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La atracción por las aventuras de Tintín no sólo han traído consigo el seguimiento de numerosos lectores, sino que algunos de ellos se han convertido en expertos, hoy en día reconocidos por sus publicaciones y teorías. A continuación  hacemos un recorrido por los trabajos de estos máximos admiradores, que bien podrían recibir la cátedra tintinófila

Al final va a ser rigurosamente cierta aquella publicidad que, en mi remota infancia, anunciaba los amados álbumes de Tintín como una lectura «para jóvenes de siete a setenta y siente años». Mi buen amigo Bertrand de Villepin -poseedor de algunas reproducciones numeradas y firmadas por Hergé, y de otras tantas planchas originales de El asunto Tornasol (1954)- solía recordar aquel eslogan en nuestra, también lejana, juventud. Todo está lejano, salvo el incesante afán por Tintín

No es jactancia, es una declaración de amor: yo empecé a leer las aventuras del infatigable reportero de Le Petit Vingtième con tres primaveras. Aún no sabía leer, pero me cautivaron las maravillosas viñetas de La estrella misteriosa (1941), que miraba y miraba sin cesar. Ante estos antecedentes, cabe imaginar el entusiasmo con el que me di a toda esa literatura tintinófila que surgió tras la muerte de Hergé en 1983. Diez años después, dentro de mis posibilidades, también lo haría con la iconografía nacida de las amadas viñetas. Al día de hoy, mire al rincón que mire en mi intimidad, hay un motivo de Tintín. Mi esposa dice que nuestra casa parece un mausoleo de Hergé.

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Imagen de Le Petit Vingtième, el suplemento infantil y juvenil del diario belga Le Vingtième Siècle en el que se publicó las primeras historias de Tintín.

Aunque esa iconografía también viene a abundar de la idea de que el valiente de Le Petit Vingtième acompaña desde los siete a los setenta y siete años. Es la literatura tintinófila a la que vengo a referirme en esta bitácora merced a Tintín y Cía., de Michael Farr, el tintinófilo inglés por excelencia. Publicado en 2008 por Zendera Zariquiey, la editorial que lleva el nombre de la primera traductora española de los álbumes, una vez más vuelven a llamar la atención las diferencias entre algunos de los nombres de esos personajes principales a los que alude la «cía» del título. Aquí Hernández y Fernández, son otra vez Dupond y Dupont; Serafín Latón, Serafín Bombilla, y Los Alegres Turlurones, Los Alegres Mirlitones. Por no hablar de los títulos de las entregas: Aterrizaje en la Luna (1952) aquí aparece como Hemos pisado la Luna, y El asunto Tornasol como El caso Tornasol. Parece ser que estas diferencias se deben a las existentes en las dos versiones de la colección que circulan en España: la tradicional de Editorial Juventud y la de formato cuartilla de Casterman. Pero incluso en los primeros textos tintinófilos -el diccionario de Toni Costa, Tintín y el sueño de Hergé, y de Benoît Peeters, Y aterrizaron en la Luna-, es decir, en los publicados por Editorial Juventud, se conservaron las denominaciones de mi recuerdo. Sin embargo, aunque dichas diferencias obedezcan a esta explicación, a mí me llevan a pensar que los nuevos traductores no son tintinófilos, que la tintinofilia misma empieza a remitir.

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Primera ejemplar publicado a color.

Muy por el contrario -una vez más-, en mí es un afán incesante. En lo que a su bibliografía se refiere, tras el libro de Peeters -quien precisamente definió nuestra obsesión como ‘una infancia infinita’-, llegaron las Conversaciones con Hergé, de Numa Sadoul, así como la larga serie de encomiables textos que vinieron después. Entre tanta delicia, poco parecía quedar por descubrir del universo de Tintín, esa cautivadora reproducción de medio siglo XX qué es. Hasta que Tintín y Cía vino a demostrar que aún faltaba mucho. Ya sabíamos que al valiente se le levanta el tupé cuando huye de un avión de la policía, que le persigue en Tintín en el país de los soviéticos; que el modelo del profesor Tornasol fue Auguste Piccard, un notable científico suizo que daba clases en Bruselas; y, por supuesto, estábamos al corriente de la amistad que unió a Hergé con Chang Chong-Chen.

Ahora bien, las referencias a la cinefilia de Hergé, al menos para mí, sólo empezaron a ser conocidas más recientemente al leer el cuadernillo de un DVD de El loto azul( título del quinto álbum de las aventuras de Tintín) Aquellas páginas me hicieron ver las deudas que La isla negra (1937) tiene con Los 39 escalones (Alfred Hitchcock, 1935). Pero lo deudor que es  El loto azul de El expreso de Shanghai (Josef Von Stenberg, 1933), ha venido a demostrarlo Michael Farr.Al igual que las concomitancias entre la señora de Clairmont y las rubias de Hitchcock. Lo que pone de manifiesto cuánto le gustaban las mujeres a Hergé. Si no abundan en las aventuras deTintín es porque hubieran complicado la narración.

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El loto azul.

Más interés que el recuerdo de la primera viñeta donde aparece cada uno de los personajes, con el que inicia el capítulo a ellos dedicado, me ha merecido la demostración de lo deudores que Hernández y Fernández son del slapstick (subgénero cómico consistente en provocar la carcajada a base de golpes físicos sin intención de dañar) en general, y Stan Laurel y Oliver Hardy en particular. Ni gemelos ni idénticos, una de sus principales diferencias se encuentra en su bigote. El de Hernández es más recto, el de Fernández se curva de distinta forma en los extremos.

En cuanto a Serafín Latón me ha llamado la atención de sobremanera el acierto con que, mediante este personaje, Farr define la cobardía de los parlanchines. El gran mérito de Michael es adentrarse en la cinefilia de Hergé con una profundidad inédita. Considerando que las viñetas son al dibujante lo que los planos al cineasta, nada más lógico que esa cinefilia de Hergé, que incluye una caricatura de Mary Pickford en una de las ilustraciones de Tintín en América (1931). Nada más lógico salvo las similitudes que Rastapopoulus guarda con el armador griego Aristóteles Onassis. Lástima que no haya ni una referencia al entrañable Oliveira de Figueira.

JAVIER MEMBA

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