Oscar Niemeyer, el arquitecto que amaba las nubes

El 15 de diciembre, a tan solo diez días de su fallecimiento, Oscar Niemeyer habría cumplido 105 años de edad. Los dedicó a su trabajo y a comprender la vida, que disfrutó plenamente desde la infancia al último día. El maestro brasileño nos ha dejado con el convencimiento de que cada instante que pasamos en la tierra es el mejor a cualquier edad cumplida. Niemeyer representa la plenitud de la esperanza, y su arquitectura logra una conjunción de utilidad, verdad y belleza que tomó cuerpo en candorosas formas de escala heroica. Su obra, de fusión, y el modo en que acometió su vida, larga y fértil, se adelantaron a su tiempo y apostaron por un mundo justo y en paz, más mixto que global, forjado por seres humanos cabales, cultos, mestizos, libres, honestos, centenarios, activos y sabios, dispuestos a desterrar la ignorancia propia y la miseria en los demás.

Oscar Ribeiro de Almeida de Niemeyer Soares se sentía un “mestizo típicamente brasileño” por el origen diverso de sus apellidos. Había nacido en Río de Janeiro en 1907 en el seno de una familia católica acomodada, y presumía de ser latinoamericano y de contar con un abuelo, el materno, honrado. Antonio Augusto Ribeiro de Almeida había sido Fiscal General y Ministro de la Corte Suprema Federal, pese a lo cual “murió pobre”, repetía orgulloso. Este dato y el deseo de alcanzar una sociedad igualitaria en su país encauzaron el ingreso de Niemeyer en el Partido Comunista brasileño en 1945, y subyacen en la raíz de un éxito profesional teñido de sensibilidad política hacia los problemas humanos. Oscar Niemeyer encarnará para siempre Brasil, y también Latinoamérica. A ella dedicó el Memorial de América Latina (1986-1993) que edificó en São Paulo, bajo el doble emblema del Parlamento Latino y de la Mão, la escultura monumental de una gran mano que sangra herida con la forma del cono sur americano.

Niemeyer, Congreso Nacional, Brasilia. © José Manuel Ballester

Congreso Nacional, Brasilia. © José Manuel Ballester

Durante su carrera, Niemeyer consiguió que el poder político se aliara con la mejor arquitectura. Sólo así logró levantar la capital del país, Brasilia (1957-1960), y ser reconocido con las honras fúnebres de un héroe nacional en la sede del ejecutivo del Palacio de Planalto (1958), que él mismo había proyectado junto al Congreso (1958), la Catedral Metropolitana (1958), el Palacio de Itamaraty (1962) y otras piezas maestras. Brasilia surgió en 1940 del encuentro de Niemeyer con Juscelino Kubitschek, presidente de Brasil en 1953, cuando fue reclamado por el político, entonces gobernador de Minas Gerais, para que proyectara un casino en Belo Horizonte y, siendo alcalde, el conjunto deportivo del lago de Pampulha, que completó con el Club de Yates, la Casa de Baile y la idílica iglesia de San Francisco de Asís.

Niemeyer encontró en la conversación uno de los alicientes de su vida, y un estímulo para la amistad. Tuvo por amigos a personalidades tan significativas como él mismo. Entre ellos, el propio presidente Juscelino Kubitschek, también Lula da Silva y Fidel Castro, el poeta Pablo Neruda, el músico Vinicius de Moraes y el arquitecto francés Lúcio Costa, autor del Plan Piloto de Brasilia y su profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde obtuvo el título de ingeniero arquitecto a los 27 años con el primer número de su promoción. El estímulo del profesor Costa resultó decisivo en la carrera de éxitos que inició el joven Oscar en el estudio que Costa compartía con Carlos Leão. Con él aprendió a valorar la arquitectura tradicional y el Movimiento Moderno, y a su lado tendría ocasión de participar con el Pabellón de Brasil en la Feria Internacional de Nueva York de 1939 y de compartir con Le Corbusier el encargo a Costa del Ministerio de Educación y Salud (1936-1943) de Río y, años después, el proyecto para la sede de la ONU (1947-1952) en Manhattan.

El longevo arquitecto conservó hasta el final la mirada tierna y vigilante que brilla en el rostro ávido y franco de los niños. A los más pequeños dedicó muchas veces sus palabras de estímulo hacia la lectura y las razones del dibujo, porque libros y bocetos fueron las armas que sumó a su confesado interés por las ideas, el paisaje, las mujeres, la poesía, la música, el teatro, la samba, la filosofía, la cosmología, los puros o el futbol. Con estas herramientas creó los escenarios urbanos de imagen despojada y futurista de Brasilia, que trasladó sin artificios a varias obras del norte de África. Brasilia, la Feria Internacional de Trípoli (1962) en Libia, el proyecto para el centro urbano de Argel (1968) y las obras de la universidad de Constantina (1969-1976), ambas en Argelia, anticiparon, a mediados del siglo XX, la estampa de progreso que han comenzado a disfrutar los países emergentes del planeta en la primera década del XXI.

Niemeyer, Teatro Popular en Niterói, Río de Janeiro. © José Manuel Ballester

Teatro Popular en Niterói, Río de Janeiro. © José Manuel Ballester

Vivió para comprobar en 2010 el despertar de la Primavera Árabe y los fastos que celebraron en todo el mundo el cincuenta aniversario de Brasilia. Conoció el impulso benefactor de Lula da Silva en la incipiente atención a los meninos da rua y la vida en las favelas, y su empeño en conseguir para Brasil la ubicación de la próxima Copa de la FIFA en 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro. Ambos eventos reportaron al estudio del emblemático arquitecto la propuesta de un proyecto para un estadio en Bahía y la consolidación del conjunto arquitectónico del Caminho Niemeyer (1999-2010). Situado en Niterói, el Caminho ofrece sobre la bahía de Guanabara el mejor alzado de la capital carioca desde el recorrido que une el Museo MAC de Arte Contemporáneo (1991-1996) con el poético Teatro Popular (1999-2006), obras magistrales de la última etapa del maestro.

Asistió también al ascenso de Brasil a la categoría de sexta potencia económica del mundo en 2011, bajo la presidencia de Dilma Rousseff, destacada opositora al golpe de estado de 1964 que costó a Niemeyer la renuncia a la dirección de la Escuela de Arquitectura de Brasilia y el exilio en Francia durante algo más de una década completa, hasta la amnistía de 1976. Esta penosa circunstancia consolidó, sin embargo, la fama internacional de su firma. Abrió estudio en París y, sin cesar su actividad edificatoria en Brasil, realizó en Europa varias de sus mejores obras. Entre otras, la sede del partido comunista francés en París (1965), el complejo para la editorial Mondadori (1968) en Milán, el Centro Cultural Volcán en Le Havre (1972) y posteriormente las oficinas del periódico L’Humanité (1987) en París.

El ingreso de Brasilia en la lista de Patrimonio de la Humanidad en 1987 y la concesión del premio Pritzker en 1988 renovaron, cumplidos los 80 años, el prestigio de Niemeyer en todo el planeta con un cúmulo de premios, exposiciones y proyectos que, unidos a los recibidos en la conmemoración de su centenario en 2007, mantuvieron la actividad profesional del anciano arquitecto hasta los últimos días de su vida. España contribuyó con el premio Príncipe de Asturias de las Artes (1989), que Niemeyer agradeció regalando al Principado el proyecto del Centro Cultural de Avilés (2006 -2010), y, más tarde, con la entrega de la Medalla de las Artes y las Letras (2010). Culminó su carrera con la creación de la Fundação Niemeyer y la construcción del Museo Oscar Niemeyer (2002) de Curitiba, en Paraná, trazado sobre un podio con la expresiva silueta de un gran ojo, el emblema de la mirada sensible del arquitecto.

La percepción de lo inestable

Si el paraíso de los genios está en el cielo, allí estará Oscar Niemeyer, el arquitecto que amaba las nubes, la vida y la justicia. El maestro brasileño veía en la bóveda celeste el lienzo sobre el que dibuja, retratos y formas efímeras, el vapor de agua. “Disfruto tratando de descifrarlas como si buscara un presagio largamente esperado”, explicaba en el libro As Curvas do Tempo (1998), las memorias que publicó a los 91 años de edad, al recordar los interminables traslados en automóvil que realizó desde Río de Janeiro a Brasilia durante la construcción, entre 1958 y 1960, de la capital brasileña, una obra crucial en la historia del país y decisiva en la extensa carrera profesional de Niemeyer, que superó las seiscientas en ocho décadas de trabajo.

La sensación de pérdida que sigue a la evolución del humo de las nubes, y la percepción de lo inestable y de lo precario, de la muerte según su testimonio, habitaban melancólicamente en el alma sobria del maestro carioca, que contagió de soledad la desmesura inabarcable de las plazas públicas que proyectó. Descomunales y vacías, tan solo punteadas por escasas esculturas, las plazas desoladas de Oscar Niemeyer esperan ser, por voluntad de su autor, la plataforma de los desahuciados y el recinto público que compense con espacios fastuosos la pobreza de las favelas y demás infortunios humanos. La arquitectura fue para el maestro Niemeyer una herramienta social frente a la injusticia.

La ilusión de Niemeyer en procurar alguna felicidad efímera para los que nada tienen, es la misma que sostiene al Carnaval en los desfiles del sambódromo carioca, que construyó en 1984 en Río de Janeiro. La fantasía era la base de las formas libres de su arquitectura, según el propio maestro. Aficionado él mismo a la samba, el paso de los sambistas se reconoce en el recinto interior del Palacio de la Industria de São Paulo, aparentemente danzante al ritmo de las barandillas cimbreadas que delimitan su espacio. Este pabellón, trazado con el estilo del racionalismo curvilíneo que caracterizó la arquitectura heterodoxa de Niemeyer en la década de los 50 del siglo pasado, acoge la Bienal de São Paulo y forma parte del conjunto edificado del parque de Ibirapuera (1951-1955), con la Oca y un tardío auditorio (2006) que muestra por marquesina, sobre el portal de entrada, el ambiguo icono de una alfombra roja voladora.

Niemeyer, Pabellón de la Industria. Parque de Ibirapuera, São Paulo. © José Manuel Ballester

Pabellón de la Industria. Parque de Ibirapuera, São Paulo. © José Manuel Ballester

Se dice que Oscar Niemeyer ha sido el poeta de la forma, y así fue si la poesía consiste en el arte de lo esencial y de lo contradictorio. La obra que deja es a la vez lírica y tajante, inasequible y evidente, racional y brutalista, monumental y etérea, y provoca un sentimiento intenso de ternura y belleza inalcanzable, que emana de la sabiduría en la expresión de los significados y del contraste directo entre los tamaños colosales y las escalas menudas. Al maestro, dotado de breve envergadura corporal, le atraían las dimensiones gigantescas y creó con ellas dos obras excepcionales. El Edificio Copan (1951 -1961), una megaestructura sinuosa que ocupa en la urbe de São Paulo la planta más extensa del planeta en un edificio residencial, y la Casa do Governo Mineiro (2003) de Minas Gerais, que le permitió cumplir el sueño de levantar el edificio colgado más grande del mundo.

La poética saudade de Niemeyer procedía de la nostalgia del que teme perder la mirada porque se complace en la fiesta de vivir. La arquitectura fue, en consecuencia también para el maestro, un placentero remedo de los engranajes de la existencia en el planeta. Un juego visual, sometido a la perspectiva del ojo humano, que permite ordenar las masas y los espacios con las leyes del contrapunto y de la escala. Las mismas reglas que rigen la naturaleza desbordante de los formidables paisajes desmembrados de la costa de Río de Janeiro, hechos de agua, de nubes y de morros. En las formas abstractas de esos montículos de su tierra natal, torneados por el mar con la arrogancia del Pan de Azúcar, Niemeyer distinguía las siluetas curvilíneas de hermosas mujeres a medio sumergir, casas y ciudades.

Niemeyer, Casa das Canoas, Río de Janeiro. © José Manuel Ballester

Casa das Canoas, Río de Janeiro. © José Manuel Ballester

Tenía su atalaya en el ático del Edificio Ypiranga, en la avenida Atlántica de Río de Janeiro, donde instaló su último estudio entre el cielo y el mar. Desde la galería de amplios ventanales escrutaba el océano que baña la playa de Copacabana hasta las aceras serpenteantes ideadas por su amigo Roberto Burle Marx al ritmo de las olas. Apreciaba el fluir de las curvas porque, insistía, “las curvas forman el Universo entero, el Universo curvo de Einstein”. Las veía en movimiento ondulando su arquitectura, traducidas del mar, de los meandros de los ríos y del cuerpo femenino. Él mismo las trazaba en el aire desde niño con el dedo, y de adulto, de pie y a brazo, con línea gruesa sobre papeles instalados en tableros verticales, para representar los escenarios ideados previamente en su cabeza, que imaginaba convertidos en materia real de arquitectura con la mediación de las cualidades plásticas del dúctil hormigón.

Descubrió la arquitectura del paisaje, y protagonizaron su obra el cielo, la tierra y el agua. Inventó marquesinas y techos recortados con la silueta de las nubes para mostrar la bóveda celeste a intervalos, y los construyó en la Casa das Canoas (1952), una obra esencial que habitó en Río de Janeiro con su familia. Separó del suelo las entradas para subirlas al cielo y formó, hasta ellas, escaleras de caracol y rampas ascendentes que pasean en el aire formando bucles inéditos en el Museo MAC. Enterró accesos en la Catedral Metropolitana de Nuestra Señora Aparecida (1958) de Brasilia, para acceder a la luz celestial desde la oscuridad pecaminosa de la tierra. Ideó nuevas configuraciones para la columna y para el arco en los esquemáticos palacios de Brasilia, donde inventó huecos con texturas y alcanzó la escala ciclópea con el tratamiento brutalista de los materiales. Compuso estructuras sobre plataformas urbanas, al modo de los bodegones de los pintores, en Niterói y Avilés, y forjó símbolos solemnes con megalitos, obeliscos, dólmenes, cajas, huevos, bultos, tenderetes, abanicos, caracoles, copas, cuencos, manos, hoces y rastrillos, que guardarán la memoria de Oscar Niemeyer, el último de los progenitores de la arquitectura moderna.

Mercedes PELÁEZ

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