La jaula se ha vuelto pájaro. Un paseo por Tectónica de Manuel Vilariño

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Un golpe certero ha abierto el corazón antiguo de Manuel Vilariño, tal y como lo definiría Vincenzo Vitiello. Al cuidado de Alberto Ruiz de Samaniego, un golpe certero y toda su savia extendida sobre las salas del CGAC. En efecto, Tectónica se presenta como una muestra pegada a lo personal, y por ello arriesgada

La exhibición actual continúa la línea más fecunda de exposiciones anteriores como Mitologías (2014), en el mismo museo o Seda de caballo (Tabacalera Promoción del arte, 2013) y que, sin embargo, marca una clara diferencia dentro de la trayectoria expositiva del artista gallego.

Para comenzar, es la primera vez que se intenta mostrar de forma tan explícita la trama estética que sostiene la obra de Vilariño, simulando un corte, y de ahí su título. En segundo lugar, aparecen nuevos materiales y formatos, como el cobre o el vídeo, y además se intensifica la presencia de lo objetual frente a la fotografía. Percibimos un paulatino abandono de lo fotográfico en pos de lo instalativo, del esto ha sido de Barthes al ser-siendo de Chantal Maillard. En tercer y último lugar, con el objetivo de señalar esa trama de la que el autor se nutre, nunca se había presentado tanta documentación: imágenes, objetos personales, diarios y libros que han sido lecturas seminales para su producción. Así y de forma paralela al hilo estético, cada zona de la exposición es acompañada por una o varias vitrinas de documentación donde se mezclan estos materiales, conformando un hilo vital que vertebra un recorrido de iniciación planteado de forma muy marcada.

Celda, 2005, por Manuel Vilariño. Arriba, Satori, 2005, por Manuel Vilariño.

Celda, 2015, por Manuel Vilariño. Arriba, Satori, 2005, por Manuel Vilariño.

El paseo que se nos propone comienza reconociendo Tectónica como, efectivamente, una muestra con muchos estratos, donde sin duda el propio Vilariño se ha expuesto. De forma general, el recorrido se articula combinando obras de sus primeros años con otras más actuales que no obstante continúan sobre los mismos temas: merodeos en torno a lo numinoso. En efecto, la muestra contiene la misma raíz profundísima alrededor de la cual el artista cava, persevera y vuelve a enterrar, porque conoce aquel ritmo perenne de muerte y regeneración del ser. Cual solemne cantor del ritmo telúrico perdido, su obra se nos ofrece como la visión de dicha cadencia, en el sentido que usaría el maestro Ángel González, “el ejercicio reduplicado de la facultad de ver”. Pero ¿qué busca Manuel Vilariño en la noche de la noche?

Nada más comenzar, a la entrada nos espera una jaula vacía con una pequeña puerta (Celda, 2015) y pareciera que dentro el heterodoxo cósmico de Zambrano, su conciencia divisora. Sin embargo, también sabemos por ella misma que el arte es “ese lugar privilegiado donde detener la morada”, un umbral con capacidad de liberación. Por ello, y ya en el interior nos reciben una proyección donde un ala se trama con varios de sus poemas y cuatro grandes cilindros de bronce con cuatro versos inscritos, que como columnas de un templo derruido anuncian la caída y al tiempo las herramientas para el vuelo. Decía que este último es un material nuevo y habría que tomarlo como ese metal elemental que forma parte de nuestro cuerpo pero también del de las bestias y vegetales, un elemento que re-úne. Sigamos entonces a Kerourac cuando escribió “deja que oiga acerca del cielo a golpe de bronce” para adentrarnos en las fallas de Tectónica.

Île de feu , 2015, por Manuel Vilariño.

Île de feu , 2015, por Manuel Vilariño.

Dentro de la sala la Raíz de cúrcuma (2015) impregna el lugar de un olor calmante para entrar en cierto estado de conciencia y acompañar una de las obras clave de la exposición: Satori (2005), cuarenta y seis crines de caballo sostenidas por clavijas de chelo dispuestas en dos filas. El título remite al momento de iluminación del budismo zen, durante el cual el iluminado desvela que sólo existe el presente, el instante, quizás, el poema. En ese surgir, arte y animalidad aparecen religados en un gesto que evoca aquel abrazo último de Nietzsche y sus restos. En este sentido, otra de las piezas que más destaca por su novedad en cuanto a formato y sobre todo por su delicada belleza es Île de feu (2015), que condensa el corazón de la exposición y su doble latir circular. Dos pantallas de vídeo proyectan simultáneamente, a la izquierda y representando el hacer del arte, una joven que interpreta parte de la pieza Quatre études de rythme del compositor y ornitólogo Olivier Messiaen mientras que en la contigua, ella misma camina por el bosque atlántico, absorta en la contemplación silenciosa. Así, de forma poco habitual dentro de su trayectoria, esta vez es un ser humano el mediador entre el arte y la vida, las formas y el silencio, lo profano y lo sagrado. En la dualidad constante que caracteriza su obra, la intérprete pasa de hacedora a observante en un delicado juego de ausencias y presencias. Es necesario apuntar que Messiaen es un gran referente para el artista y además aparece en varias ocasiones a lo largo de la muestra, entre ellas en un gran documental llamado Olivier Messiaen et les oiseaux, donde se puede ver cómo, en realidad, somos nosotros los que hemos aprendido “la lengua de los pájaros, y todas las gracias se han derramado sobre nosotros”. La última parte de la muestra transcurre a lo largo de un pasillo roto por una sala donde hallamos la monumental Tabla bwa (2007), que enfrenta la estrategia del ajedrez a la muerte, junto con otra nueva pieza de cobre, Tectónica (2015), mesa con la que Vilariño parece invitar al espectador a formar parte del juego vital.

Ya al término de la muestra, tras escuchar la reparadora voz de María Zambrano sobre el animal que nos habita, el artista nos despide con una pieza musical propia basada en el canto de aves que retrotrae al principio de la exposición. Aquel golpe certero nos ha descubierto que el hombre, de tanto imitar al pájaro, canta. Parece que volviendo a mirar, el yo se ha adelgazado para penetrar en lo que le rodea, se ha vuelto tierra, bestia, y el arte se ha transformado en vehículo de reconexión con el mundo, recordándonos ese ritmo perdido. Al salir y ver de nuevo Celda, sin atisbo de duda asentimos con Pizarnik: “la jaula se ha vuelto pájaro”.

Arantxa ROMERO

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