En las cuevas de los sueños olvidados

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En el verano de 1897, una niña de ocho años, María Faustina Sanz, mientras jugaba en la sala lóbrega de una caverna entre sombras y espejos descubría sobre su cabeza unos bisontes pintados en ocre, rojo y negro junto a ciervos pastando y manos de cazadores. Unos años después del descubrimiento de Altamira, se encontraron en Francia pinturas rupestres muy similares a las españolas conocidas como Los caballos de Chauvet. De estas pinturas rupestres arranca la dialéctica entre la línea y el color que va a protagonizar la historia de arte: apostar por la representación esquemática de las cosas o por los matices fascinantes que crea la luz

Pedro GARCÍA MARTÍN

En el seno de la cueva paleolítica nos habla todo su entorno: entradas y paredes, techos y suelos, cenizas de fogatas y lagos subterráneos, sílex y astas, huesos y pieles, restos humanos y vestigios animales, los sonidos del silencio y los olores del pasado, el latido de los minerales y la respiración de la tierra. Pero, sobremanera, lo hacen las huellas parlantes, las improntas que permiten reencarnar a seres vivos extinguidos en la memoria del tiempo.

Todavía conservamos en nuestras retinas la huella del astronauta Neil Armstromg después de pisar la superficie de la Luna en 1969 ante nuestra mirada atónita. Esa marca indeleble sobre el selenita Mar de la Tranquilidad, como ha sucedido con las huellas que evidencian la evolución del neandertal hacia el homo sapiens, consagraron la frase “es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. En la imagen anida la mudanza histórica.

Detalle del Caballo violeta, en la cueva de Tito Bustillo (Asturias), 17.000-12.000 años. Arriba, Bisonte magdaleniense negro, Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Santillana del Mar (Santander). Este es el animal más representado en esta cueva, dieciséis realizados en policromía y este ejemplar en negro. Forma parte del conjunto Cueva de Altamira y Arte Rupestre de la Cornisa Cantábrica, declaro Patrimonio Mundial por la Unesco.

Las antiguas pisadas nos revelan la fisonomía de sus impresores. Las huellas de pies primitivas, como las de Laetoli, en Tanzania, fueron dejadas por homínidos pequeños de hace 3,75 millones de años. Aquellos caminaron en fila india sobre una ceniza volcánica que el barro endureció y cuyos rasgos morfológicos corresponden a seres erguidos. Pero llama la atención que muchas de las huellas prehistóricas pertenecen a niños que vivieron durante la última glaciación.

De este modo, en la cueva de Fontanet, se puede seguir el rastro de un pequeño que perseguía a un cachorro o a un zorro. En la cueva de Niaux, junto a quinientas huellas de adultos, entre las que está la de una sandalia de centurión romano, hallamos las de un grupo de niños, de trece a quince años, que bailaban y jugaban en sus recovecos.

Panel de las Manos, cueva de El Castillo, 40.800-36.000 años, a unos pocos metros se encuentra la cueva de Las Monedas, Puentes Viesgos (Cantabria).

También en la gruta de Chauvet, bajo los espectaculares carboncillos de animales, se han detectado las pisadas cercanas de un niño y un lobo. Este dúo de pasos estampados nos hace preguntarnos si los dos personajes fueron coetáneos, si el animal se comió al crío, o si el chiquillo y la fiera fueron amigos. Pero al pairo de su relación, ambos se encontraron reflejados en el espejo de las pinturas de caballos, leones y manos, que, contempladas a la luz trémula de las teas, desatan un juego de sombras espectrales

Los bueyes de Altamira

En el verano de 1897, otra niña de ocho años, María Faustina Sanz, jugaba en la sala lóbrega de una caverna entre sombras y espejos. Sombras proyectadas por el parpadeo de las antorchas. Espejos reflejados por los regueros acuáticos.

Detalle de los signos en la Galería Final de la Cueva de Altamira, Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Santillana del Mar (Santander). Las pinturas y grabados de esta cueva pertenecen sobre todo a los periodos Magdeliense y Solutrense y algunas otras al Gravetiense y principios del Auriñaciense.

La entrada de esta cueva de Altamira había sido descubierta años atrás por un cazador, Modesto Cubillas, que era aparcero en la finca del hacendado cántabro don Marcelino Sanz de Sautuola. Este prócer local era muy aficionado a la arqueología y al coleccionismo de fósiles y restos prehistóricos. Durante un par de lustros, había visitado el hallazgo junto a amigos e invitados, con los que polemizaba acerca de temas de moda entre la intelectualidad del momento, como la teoría evolucionista de Darwin y la antigüedad real de la historia humana frente a la cronología bíblica.

El caso es que aquella tarde estival en que don Marcelino escarbaba en un yacimiento improvisado sobre el suelo de la gruta, en busca de restos óseos y utensilios propios de lo que parecía ser un muladar, su pequeña, con la mirada estupefacta elevada hacia el techo iluminado, exclamó: “¡Mira papá, bueyes!”. Allá arriba, flotando sobre sus cabezas, unos bisontes vivaces, pintados en ocre rojo y negro, campaban por una pradera rupestre antaño cubierta por nieves glaciares. Pero también ciervos pastando, caballos a la carrera y manos de cazadores que admiraban las presas a las que iban a dar muerte. Unos animales imponentes, bueyes de la región montañesa a los ojos de la niña, que venían rumiando su belleza salvaje desde la Edad de Hielo en la intimidad de una gruta desapercibida.

Estas tres nuevas manos fueron halladas a finales de enero de 2019 en el transcurso de unos trabajos de documentación. Los miembros del equipo de investigación del Museo de Altamira y los responsables del Proyecto Handpas (manos del pasado) datan esas pinturas hace más de 20.000 años. Según afirma la subdirectora del museo, una de las manos pertenece a un niño pequeño.

Sin embargo, este hallazgo revolucionario fue pasto de la reacción airada del mundo académico, que acusó al descubridor de fraude y a las pinturas de falsificaciones. Hubo que esperar dos décadas hasta que los prestigiosos arqueólogos franceses Gabriel de Mortillet y Émile Cartailhac, mediante el artículo de rectificación del último Mea culpa d’un sceptique (1902), admitiesen la autenticidad de los bisontes de Altamira.

Para entonces, cuando ya había fallecido el bueno de Sautuola sumido en la amargura, se acababan de encontrar en Francia pinturas rupestres muy similares a las españolas.

Grupo de bisontes de la cueva de Altamira, Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Santillana del Mar (Santander).

Los caballos de Chauvet

La cronología de abstracciones, figurillas y pinturas prehistóricas ha ido aumentando su antigüedad desde el descubrimiento infantil de los bueyes altamiranos. Al punto que, dados los sucesivos hallazgos de ejemplares parecidos en todo el mundo, su datación cada vez más remota nos demuestra que no podemos darla por concluida. Lo más probable es que se seguirá batiendo récords de antigüedad.

De este modo, en la Nochebuena de 1994, un trío de espeleólogos encontró en una gruta próxima a Combe D’Arc, en la comarca francesa de Ardèche, un extraordinario conjunto de imágenes de la fauna paleolítica. Unos murales rupestres que deslumbran por la riqueza de especies y la perfección de su factura. Caballos y rinocerontes, leones y panteras, osos y otros depredadores, hermosean numerosos paneles animalarios de la era glacial.

Dibujo de un caballo, en la réplica del Museo de la Cueva de Chauvet.

Las figuras de la cueva Chauvet, como fue bautizada en honor a uno de sus descubridores, se analizaron con radiocarbono hasta remontarse 30.000 años en el pasado. Pero más allá de su edad arcaica, los moradores de la caverna se encontraron reflejados en el espejo de las pinturas de caballos y manos, que, contempladas a la luz refulgente de las linternas, desatan un juego de sombras espectrales.

En el documental de Werner Herzog La cueva de los sueños olvidados (2011), rodado en las entrañas de la gruta de Chauvet, el guionista plantea las diferencias en el utillaje mental entre los seres humanos actuales y los de los paleolíticos. Nosotros estamos constreñidos entre los límites temporales de la historia. Ellos carecían de una memoria pretérita desde el momento en que estaban protagonizando el arranque de la historia misma.

Cartel del documental La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog.

Por los fotogramas de la película desfilan desde un especialista en informática que reconstruye la cueva en tres dimensiones, proponiéndonos distanciarnos de las pinturas para poder entenderlas, hasta la guía que nos explica las escenas más enigmáticas durante el recorrido por las galerías. De un arqueólogo experimental poco convincente hasta un perfumista que huele los aromas del pasado. De unos colegas alemanes, que relacionan los restos hallados en la cueva con los yacimientos coetáneos de Suabia, a un esforzado equipo de rodaje que recala en las mutaciones de una granja de cocodrilos albinos sita junto a una central nuclear.

Los contemporáneos no podemos por menos que sentir una suerte de escalofrío espiritual a lo largo del metraje de la película. No en balde, uno de los entrevistados, un paleontólogo de edad provecta, habla de homo espituralis en lugar de homo sapiens. Unos estremecimientos interiores que nos acongojan ante el universo policromado adonde se abismaron los balbuceos de la humanidad.

Rinoceronte pintado en la cueva de Chauvet o cueva de Chauvet-Pont-d’Arc, departamento de Ardèche (sur de Francia), Paleolítico Superior.

Sin embargo, la antigüedad de las pinturas parietales no deja de modificarse. En junio de 2012, nuevas dataciones en las cuevas de Altamira, El Castillo y Tito Bustillo, han prolongado su autoría hasta los 40.000 años, ora en forma de siluetas de mano perfiladas soplando una tintura a través de una caña, ora en la de discos y símbolos claviformes. De resultas, si los análisis lo confirman, estaríamos ante unas obras hechas por neandertales, los cuales dispondrían ya de la calidad cognitiva asociada al lenguaje para crear obras de arte.

La realización por los humanos modernos de los famosos bisontes policromados en pigmentos rojinegros confirmaría el esquema clásico de evolución de estilos desde los símbolos geométricos a las figuras realistas. De aquí arranca la dialéctica entre la línea y el color que va a protagonizar la historia de la pintura. La apuesta por la representación esquemática de las cosas o por los matices fascinantes que crea la luz.

Réplica de la pinturas en la cueva de Chauvet (Francia), Brno, Museo Anthropos.

A través de las secuencias de la cinta de Werner Herzog viajamos literalmente en el túnel del tiempo. Su estreno en España coincidió con la noticia que dieron los medios de comunicación acerca de la datación aún más antigua que se acababa de hacer de las pinturas rupestres. Todo ello nos hizo reflexionar acerca de la revolución temporal que trajo consigo el neolítico.

Pinturas del tiempo profundo

El sujeto de la historia es el ser humano. De modo que hay historia desde el momento en que existe el ser humano sobre la faz de la tierra. Otra cosa es la historia geológica, la de la materia cósmica y la vida animal y vegetal, nacidas a raíz del parto del universo y de la teoría científica del Big Bang que pone en solfa las cosmogonías religiosas.

Pintura rupestre en la Cueva de los Nadadores, situada en el macizo rocoso de Jilf al Kabir, al suroeste de Egipto y cerca de la frontera con Libia. Su descubridor, el conde Almásy (y al que los beduinos llamaban, Abu Ramla, el Padre de la Arena), bautizó a esta zona como Wadi Sura (valle de las imágenes). Las famosas pinturas de esta cueva demuestran que este lugar ahora desértico fue hace miles de años el hábitat de pueblos que tenían por costumbre bañarse en los lagos de esta región.

Los homínidos paleolíticos estuvieron regidos por el tempo prehistórico de la Madre Tierra, donde el viejo mundo de los cazadores nómadas seguía el ritmo de la gestación natural de los seres vivos y las cosas. De forma que veneraban la creación mediante ritos religiosos que honraban el ciclo temporal de la vida y de la muerte. La pérdida de esta cosmovisión se produjo cuando nacieron la agricultura y el sedentarismo. Entonces, la destrucción a manos de la reja del arado de los mitos forjados a posteriori como el Paraíso perdido y la Edad de Oro, provocó tal desasosiego espiritual en los humanos que sus ecos nos llegan aún a través del altavoz que es el paso de los siglos. Los seres humanos dejaron de venerar la tierra para alzar sus ojos al cielo.

La obra del Tiempo que labraba sin prisas la Naturaleza hasta el paleolítico, fue sustituida por el trabajo intelectual y manual del homo faber, asumiendo como una condena la obligación de hacer las cosas mejor y más aprisa que la Magna Mater. El tributo que pagaron los seres primitivos fue la pérdida de la dimensión litúrgica que en las sociedades arcaicas hacía el trabajo soportable, mientras que después fue un castigo de los dioses.

Megaloceros pintado en la cueva de Lascaux, Dordoña (Francia).

Pues, como bien expresa Mircea Eliade, en su ensayo Herreros y alquimistas: “Es en el trabajo definitivamente secularizado, en el trabajo en estado puro, medido en horas y unidades de energía, donde el hombre experimenta y siente más implacablemente la duración temporal, su lentitud y su peso… El ser humano de las sociedades modernas ha adoptado, en el sentido literal del término, el papel del Tiempo, que se consume trabajando, convirtiéndose en un ser exclusivamente temporal”.

La nueva fe en la ciencia y en el progreso industrial no ha impedido la crisis del mundo moderno. La vacuidad del tiempo, la conciencia trágica de nuestra existencia, trata de ser contrarrestada por las pasiones y los mitos, los juegos y los deportes, las imágenes y los sueños de los que venimos hablando en estas páginas.

Detalle de Panel de los mamuts, cueva de Roufignac, Perigord (Francia), 13.000 años.

En todas las culturas, in illo tempore pero también hoy mismo, pervive la nostalgia del Paraíso perdido y recobrado. Una esperanza de construirlo aquí en el mundo, mediante las revoluciones que jalonan la historia, o a través de pequeños señuelos edénicos, del tenor del sexo, la droga y las vacaciones. Estos paraísos artificiales y efímeros son los que nos ayudan a soportar la condena del trabajo secularizado.

Así nos lo recordaba José Jiménez Lozano en su libro de culto Los ojos del icono: “El hombre soporta la historia en espera de cualquiera de estos pequeños paraísos: con la imagen del viaje de ida siempre en su cabeza. La misma propaganda comercial de los viajes turísticos de placer solo habla de ese viaje de ida a ellos, y, en lenguaje cotidiano igualmente, está la constante referencia de escapar a esas islas afortunadas, de pasar el tiempo allí; y el viaje de vuelta es eludido y ya no se cuenta. Solo el tiempo de disfrute es tiempo, el tiempo de trabajo, que comienza con el regreso de esas islas y la amargura de haberlas perdido, no es tiempo histórico, es solo tiempo que pasa, pero en el que no sucede nada. Mientras en esos paraísos suceden constantemente cosas que, luego, son las que, al ser recordadas sostienen a los seres humanos en su tarea de producción”. De modo que el ser humano actual es una moneda de doble cara: homo faber en el anverso y homo ludens en el reverso. Su ley ha ido menguando desde que los valores humanistas se han ido diluyendo. Su curso legal lo ha pasado a marcar la codicia del libre mercado. El sujeto de la historia hace tiempo que abandonó el regazo de la naturaleza para echarse en brazos del progreso mal entendido.

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