La ciudad portuaria portuguesa atesora un puñado de templos que, tras sus oscuras fachadas de granito, se esconden paredes y bóvedas revestidas de un lujoso pan de oro que reflejan una espiritualidad recargada y vibrante, entre ellas la de San Francisco, la de los Clérigos o Santa Clara
Cada ciudad se puede descubrir de maneras muy diversas. Cuando llegué a Oporto no tenía más expectativas que una coqueta ciudad portuaria, pero acabé encontrando un tesoro escondido detrás de las oscuras fachadas de granito. Así es como empezó mi aventura a través del fulgor de las iglesias rococó, que me hicieron comprender que en Oporto no solo se puede disfrutar de la luz en las terrazas de su espléndido puerto, sino también en el interior de sus sorprendentes edificios religiosos.
Antes de adentrarnos en el recorrido por esta ciudad portuguesa hay que mencionar que el rococó es un movimiento artístico que nació en Francia y que después se extendió por Austria, Alemania, España, Italia y Portugal. Desarrollado tras la etapa barroca, entre los años 1730 y 1760, su origen se remonta al término rocaille (piedra) y coquille (concha marina) porque en los primeros diseños rococó aparecían formas irregulares inspiradas en rocas marinas, algas y conchas. Otras versiones consideran que rocaille hace referencia a un tipo de ornamentación de los decoradores de grutas de los jardines barrocos, caracterizadas por su profusa ornamentación.
Este gusto por la excesiva decoración es uno de los pilares del rococó, tal y como se observa en el interior de las iglesias de Oporto, ocultas bajo un manto de granito negro que se extiende en sus fachadas. Dentro de estos edificios, la luz inunda las paredes y las bóvedas, revestidas de un lujoso pan de oro, que refleja una espiritualidad recargada y vibrante. Las curvas de los muros y de las múltiples capillas adquieren movimiento propio, mientras que de los balcones que hay a cada lado de las naves parece que van a aparecer unos actores.
Como si se tratase de una obra de teatro, cada elemento de estas iglesias cobra vida, como las múltiples hojas que adornan las columnas salomónicas que, a su vez, se retuercen cual gusanos de seda. Además, las capillas se monumentalizan con esculturas de santos, que acompañan a los fieles hasta llegar al culmen de la iglesia: el altar. La belleza que emana este punto clave es tal que el rezo apenas puede durar unos instantes. La contemplación de la luz infinita se apodera de mí, para siempre.
El rotundo contraste entre el sobrio exterior de las iglesias rococó de Oporto y su brillante interior se plasma a la perfección en la Iglesia de San Francisco. Aunque empezó a construirse a finales del siglo XIV, la portada-retablo rococó marca la importancia del edificio gracias al uso de las columnas salomónicas, que se enrollan en torno al fuste. Por otro lado, se puede apreciar en el interior de un nicho una escultura de san Francisco, que da nombre a este templo.
También corresponde al periodo rococó el suntuoso revestimiento del interior, el artesonado de madera y el magnífico retablo, realizado en el año 1740. En este también se recurre a la columna entorchada (o salomónica) pero, en esta ocasión, se cubre con pan de oro para remarcar el altar. Por otra parte, las capillas albergan majestuosas esculturas de santos, además de otras escenas religiosas.
Ejemplo de ello es la Capilla de Nuestra Señora de la Concepción o del Árbol de Jesé de esta iglesia de San Francisco, en la que se encuentra una escultura policromada del árbol genealógico de Jesús, realizado por los artistas Antonio Gomes y Filipe da Silva. En la zona inferior del Árbol se localiza la figura de Jesé y el rey David, que señalan la ascendencia real de Cristo. Asimismo, en los nichos del conjunto destacan unas estatuas que representan a los padres de la Virgen María, san Joaquín y santa Ana, mientras que en la parte superior de la capilla se ubica san José y la Virgen María.
Situar a la Virgen María en el eje de la composición de la capilla denota la importancia de su figura, a la que también se ensalza en la Iglesia de los Clérigos, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Este monumento rococó, llevado a cabo por el arquitecto Nicolau Nasoni, sorprende por su monumental retablo de mármol, en el que Manuel dos Santos Porto dispuso una escultura de la Virgen en el punto más visible. Posada en lo alto de un conjunto de bloques de piedra, no muy diferentes a los pisos de una tarta nupcial, la Virgen eleva los brazos para permitir que su cuerpo y su alma suban al Cielo.
El dramatismo de este momento de la subida al Cielo de la Virgen se enfatiza aún más gracias a los elementos arquitectónicos que enmarcan su figura, que conforman un escenario cargado de dinamismo y esplendor. La religiosa sociedad portuguesa del periodo rococó deseaba que los fieles se emocionaran al recordar este pasaje bíblico, por lo que los arquitectos eligieron los materiales más lujosos y los juegos de luz más impactantes. Asimismo, escogieron la planta elíptica para complejizar este monumento religioso, lleno de vida y de movimiento.
Este gusto por la suntuosidad y el ornato también se pone de manifiesto en la Iglesia de Santa Clara, que, a pesar de ser un edificio de origen gótico, sufrió varias transformaciones en el año 1732 para ampliar el espacio de la nave y aumentar la luminosidad interior. Miguel Francisco da Silva también introdujo en esa época una talla dorada, cuyo fulgor parece evocar la luz de Dios. Esta luminosidad del Paraíso Celeste o de Dios mencionada en la Biblia se consigue durante el periodo rococó a través del uso del pan de oro y de la luz que entra por las ventanas.
Todo ello remite al recurso que se utilizaba durante la etapa gótica, en la que se tendió a abrir los muros para poder acoger majestuosas vidrieras, como las de la Sainte-Chapelle de París. Estas no solo llenaban los interiores de color, de modo similar a lo que sucede con el pan de oro del rococó, sino que la luz que entraba por ellas simulaba también la Jerusalén Celestial.
Saskia GONZÁLEZ VOLGERS