El Museo Lázaro Galdiano ocupa el palacete en el que vivió, junto a su familia, este gran mecenas, coleccionista, editor y bibliófilo, pero la museografía no recrea los espacios que habitó, sino que los utiliza como contenedores de las obras de arte que atesoró. Ahora una curiosa exposición hace dialogar las piezas allí expuestas con arte contemporáneo procedente de la Colección DKV que sí hace algún tipo de referencia a los usos originales de las distintas habitaciones. En Madrid, hasta el 15 de enero
La exposición Rehabitar el espacio: presente, pasado y futuro propone un interesante encuentro entre lo clásico y lo nuevo urdido por dos comisarias: Amparo López (conservadora jefe del Museo Lázaro Galdiano) y Alicia Ventura (asesora de la colección DKV). «Ya hemos hecho algunas exposiciones en este sentido: presentando el arte contemporáneo como una solución de continuidad con el arte clásico, donde se plantean los mismos temas, pero con diferentes soluciones y sensibilidades», nos cuenta Amparo López, que nos acompaña en la visita a la muestra. Se trata también, como indica la comisaria, de reunir dos formas de mecenazgo complementarias: mientras la actividad de Lázaro Galdiano tendía más a la protección de las obras y el patrimonio, DKV propone iniciativas muy diversas que favorecen la producción de artistas jóvenes (en Descubrir el Arte 201 le dedicamos nuestra sección La colección y a través de las palabras de Alicia Ventura pudimos conocer esta labor).
En el museo no quedan huellas de los distintos usos como vivienda de cada una de las plantas y de sus habitaciones, pero además de la guía impresa para la exposición en la que se explica cada espacio y el por qué de la elección de las piezas del arte contemporáneo en cada ámbito, el visitante puede encontrar algunas pistas en los techos. En ellos Lázaro hacía que el artista Eugenio Lucas Villamil plasmase sus aspiraciones y predilecciones, incluso la vida de la casa. El arte joven seleccionado de los fondos de la Colección DKV adopta ahora esa misión narrativa que tuvieron los techos para contar la vida de la casa y, en algunos casos, mostrar la actitud contemporánea hacia determinados hábitos o intereses. Los Dibujos de humo del Señor Cifrián reproducen a base de humo sobre papel de algodón hojas de árboles y plantas en la misma sala que Villamil, pensando en Paula Florido -esposa de Lázaro- creó una imagen bucólica de la naturaleza. La preocupación actual por el medio ambiente requiere un tono distinto. En otra sala dos danzantes de Chechu Álava pueden hacernos pensar sobre «la superdelgadez y poner en cuestión algunos elementos muy actuales» y en el comedor de gala «se reproduce una cena como si fuera una santa cena pero con unos jóvenes que están en una situación realmente lamentable». Es un dibujo con proyección de Rosana Antolí.
En la que era la habitación de Manolita, hija de la familia Lázaro y muy aficionada a la música -donde se encuentra una de las obras más conocidas de la colección del museo: Meditaciones de San Juan Bautista del Bosco-, se ha colocado Ogive Satie de Pep Fajardo: una especie de deconstrucción escultórica de un piano que muestra también la visión de un ojo. Como señala Amparo López, «juega con la sinestesia y la contemporaneidad».
En lo que en su día fue la Sala tocador, ahora Sala de Arte Invitado, se expone la pieza realizada ex profeso para este proyecto, a raíz de una beca de producción promovida por DKV Seguros, el Museo Lázaro Galdiano y la Casa de Velázquez. Es una instalación de Manu Blázquez: Intervallum. Sucesión de números cuadrados en la que cien planchas de cobre hacen un guiño al uso del espacio gracias a la propiedad reflectante del material (el espejo es imprescindible en un tocador y, ¿cómo no?, aparece en la pintura del techo). También tiene una lectura sobre la técnica calcográfica por el acabado con incisiones de las piezas y otra aritmética en el juego de planchas que se levantan según un patrón determinado. La instalación de Pablo Valbuena en el Salón de baile también tiene relación con las matemáticas. Como describe Amparo López, «es un desarrollo de los múltiples dibujos que se pueden hacer con baldosas en dos triángulos: uno negro y uno blanco. Crea un suelo que pueda variar -aunque aquí no se va a hacer». Estas dos obras y los maravillosos suelos de taracea del museo de taracea sirven de excusa para plantear una serie de actividades paralelas que ponen en relación el arte y las matemáticas, ayudan a comprender cómo funcionan los módulos, a componer puzles…
En lo que era el Salón de juegos de la familia, coronado por un trampantojo de Villamil en el techo, las comisarias decidieron situar una pieza maravillosa de capas que se superponen y crean un sugerente y delicado juego visual y de movimiento con un rostro humano. Es Lo difuso I, de Sergio Luna, cuya exposición en la sala encabeza esta reseña (fotografía: Tofiño).
Hay una pieza que escapa de esta singular interpretación de los espacios, pero su valor justifica la excepción. La Colección DKV tiene un retrato de Castro Prieto hecho sobre el retrato de la colección Lázaro atribuido a Giovanni A. Boltraffio (durante mucho tiempo se pensó que era de Leonardo). «Es una tela finísima, por dentro está dorada porque se utilizó como puerta de sagrario. La obra de Castro Prieto permite este detalle y de este mismo sfumato que tiene y con la que él juega en la fotografía. Es como si fuera lo que dice Leonardo que las cosas en la lejanía se van desperfilando. Y esa fuerza impresionante en los ojos».
Algunas de las obras contemporáneas se cuelan de forma discreta en las salas del museo, como un maravilloso dibujo de Almudena Lobera realizado con rotulador y máquina de escribir sobre papel de seda montado en papel viejo (Cabeza borradora) o la singular y delicada jaula de Rocío Garriga, mientras otras han levantado cierta incomprensión. El libro de visitas del museo recoge la perplejidad de una persona por la inclusión de la obra de Misha Bies Golas O ceo non é humano. Su instalación a base de balas de papel hace pensar en el actual consumo rápido y efímero del papel y de la imagen. La obra está inspirada en un relato del escritor checo Bohumil Hrabal. En su página web el artista explica el sentido de su obra: «Para la producción de esta pieza, se instaló una prensa de papel en el sótano del museo [se refiere al Marco de Vigo], y a partir de aquí realizó de manera casi artesanal y a modo de libre adaptación, una serie de balas de papel prensado, emulando las que Hanta -protagonista del libro Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal- describe en su relato. «El cielo no es humano y el hombre que piensa tampoco lo es, no puede serlo de ninguna manera, y yo prenso un paquete tras otro, en el corazón de cada uno pongo un libro abierto por la página donde el texto es más bonito…». Todo ese papel se coloca en el despacho de Lázaro, donde le gustaba rodearse de las pinturas que más admiraba, esas imágenes que se construían -como recuerda Amparo López- con un tiempo y una dedicación que poco tienen que ver con el veloz consumo y acumulación contemporáneos. La comisaria explicaba que traer el arte contemporáneo al Lázaro Galdiano «enriquece y permite que el museo sea una referencia viva, aporte un elemento de debate y provoque a la gente (‘¿por qué han puesto esto?’) y le haga pensar. Un museo sirve para pensar, para soñar, para cuestionarse cosas. Y eso es lo que pretendemos con este tipo de exposiciones». Desde aquí creemos que lo han conseguido.