Una mirada sobre la mitología clásica

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CaixaForum Palma revisa la representación de los mitos en la pintura, escultura y objetos fechados entre los años centrales del siglo I a.C. y finales del XVIII a través de 50 obras de las colecciones del Museo del Prado de artistas de la talla de Rubens, Ribera, Zurbarán o Leone Leoni. Hasta el 18 de febrero

Bajo el título Arte y mito. Los dioses del Prado, una exposición organizada por el Museo del Prado y la Obra Social ”la Caixa”, ofrece una amplia mirada sobre la mitología clásica y su representación a través de pinturas, esculturas y objetos fechados entre los años centrales del siglo I a.C. y finales del siglo XVIII y que podrá visitarse hasta el próximo 18 de febrero en CaixaForum Palma.

Sobre estas líneas, Apolo persiguiendo a Dafne, por Theodoor van Thulden, óleo sobre lienzo, 1636-38. Arriba, Prometeo y Atenea crean al primer hombre, taller romano, mármol, h. 185. Todas las obras © Museo Nacional del Prado.

Se trata de una propuesta diacrónica, articulada en ocho secciones de carácter temático, que ofrece simultáneamente diferentes representaciones de dioses o distintas interpretaciones de un episodio mitológico para apreciar la riqueza iconográfica, geográfica y cronológica de las colecciones del Museo del Prado a través de 50 obras de autores esenciales de la historia del arte como Francisco de Zurbarán, José de Ribera, Pedro Pablo Rubens, Michel-Ange Houasse, Francesco Albani, Corrado Giaquinto o Leone Leoni, entre otros.

Los mitos son relatos que recogen historias de dioses y semidioses y su relación con los hombres. De ahí que se hallen presentes en todas las culturas y sociedades antiguas. De origen incierto en la mayor parte de las ocasiones, tradicionalmente se transmitían de forma oral, modificándose paulatinamente con nuevos añadidos y diferentes versiones. En el caso de los mitos griegos, los primeros testimonios escritos no se remontan más allá del siglo VIII a.C.

Medusa, anónimo, mármol, siglos XVII-XVIII.

Los protagonistas de esos mitos eran los dioses del Olimpo, que no solo regían el destino de los hombres, sino que bajaban a la Tierra e interactuaban con ellos, adoptando en ocasiones una apariencia humana que los hacía más cercanos. Sus historias también servían para explicar todo tipo de fenómenos de la naturaleza o del universo que les rodeaba. Surgieron así infinidad de divinidades que personificaban montañas, fuentes, ríos, mares, vientos o constelaciones, también todo tipo de árboles y de especies animales que convivían con los hombres.

A lo largo de la historia, la mitología clásica ha sido una constante fuente de inspiración para numerosos artistas, y esas fabulosas narraciones quedaron recogidas en cerámicas, bloques de mármol, medallas, tablas y lienzos como los que forman parte de esta exposición.

Una historia que contar

Gracias a los mitos, griegos y romanos pudieron ofrecer una interpretación sobre el origen del mundo y sobre diversos fenómenos de la naturaleza o del universo. Dioses y semidioses –siempre con apariencia humana, salvo en el caso de los monstruos– dejaron junto a los héroes una huella perenne en el curso del mundo como protagonistas de sucesos ejemplares, en los que el componente simbólico es esencial.

Narciso, por Jan Cossiers, óleo sobre lienzo, 1636-38.

En un primer momento los mitos fueron narraciones no escritas, que se iban transmitiendo de forma oral y modificándose paulatinamente con nuevos añadidos. Homero y Hesíodo, en el siglo VIII a.C., fueron los primeros en poner por escrito esas historias, dando nombres a los dioses y señalando sus particularidades. Pero no podríamos conocer y entender los mitos clásicos sin las aportaciones de otros autores posteriores, tanto griegos como romanos. Cabe destacar, entre otros, a Apolodoro, Luciano de Samósata, Diodoro de Sicilia, Filóstrato, Virgilio y, especialmente, Ovidio, autor de las Metamorfosis, que constituyen un auténtico manual de mitología grecorromana.

El acercamiento a los mitos clásicos tiene un importante obstáculo: la terminología. Algunos dioses son conocidos por sus nombres griegos pero otros son más reconocibles por sus nombres romanos. A lo largo de la exposición aparecen las dos opciones, dependiendo del éxito de una determinada versión de un mito o de los títulos de las obras expuestas.

Los dioses del Olimpo

El monte Olimpo es el lugar donde tenían su morada los principales dioses griegos, los llamados “dioses olímpicos”. A la cabeza de todos ellos estaba Zeus que, tras derrocar a su padre Crono, se había repartido el dominio del mundo con sus hermanos varones: a él le correspondieron los cielos, a Posidón los mares y a Hades el inframundo. Teóricamente los tres dioses tenían el mismo poder, pero Zeus era considerado como la divinidad suprema del Olimpo, tanto del panteón griego como del romano, en el que fue asimilado a Júpiter.

El rapto de Europa, por Erasmus Quellinus, óleo sobre lienzo, 1636-38.

Zeus tuvo varios matrimonios e innumerables aventuras con diversas diosas, ninfas, mujeres mortales e incluso algún joven efebo. De esas relaciones nacieron algunos de los principales dioses del Olimpo, otras divinidades menores –las Horas, las Moiras, las Gracias o las Musas– y también destacados héroes, como Perseo y Heracles, entre otros.

Con la oceánide Metis concibió a Atenea, diosa de la guerra, pero también de la sabiduría, de la música y de la artesanía. De la relación de Zeus con Leto nacieron Ártemis y Apolo, diosa de la caza y dios de la luz, la belleza, la poesía y la música, respectivamente. Con su hermana Deméter engendró a Perséfone, que fue raptada y llevada al inframundo por su tío Hades. De su matrimonio con Hera, también hermana suya, nacieron Ilitia, protectora de las parturientas, Hebe, personificación de la juventud, y Ares, dios de la guerra. Con la pléyade Maya tuvo a Hermes, el mensajero de los dioses, y con la mortal Sémele a Dioniso, dios del vino y la fiesta. Algunos relatos dicen que también era hija suya Afrodita, la diosa del amor, que se casó con Vulcano, dios del fuego, a quien Hera había engendrado sin la participación de su esposo.

Espíritus libres

Los dioses clásicos aparecen en los mitos acompañados de todo tipo de seres y personajes, vinculados a menudo a diversos fenómenos de la naturaleza, de los que se sirven para satisfacer sus necesidades o apetitos carnales y a los que también hacen partícipes de sus fiestas y celebraciones.

Entre ellos cabe destacar a las ninfas, deidades menores de la naturaleza que habitaban en los bosques, las cuevas y las aguas, elementos con los que llegan a identificarse al encarnar su energía vital; así encontramos, por ejemplo, a las Náyades, las Dríades, las Oréades, las Nereidas y las Oceánides. Presentes en muchos mitos, todas eran mortales y a menudo formaban parte del cortejo que acompañaba a algunos dioses, como Ártemis y Dioniso, a cuyo servicio estaban también las Ménades. Constantemente perseguidas por los espíritus masculinos de la Naturaleza –fundamentalmente el dios Pan y los faunos y sátiros–, también tenían relaciones amorosas y/o sexuales con diversos dioses del Olimpo.

Vulcano y el fuego, por Pedro Pablo Rubens, óleo sobre lienzo, siglo XVII.

Las Musas, engendradas por Urano y Gea, o bien por Zeus y la titánide Mnemósine, vivían en el Olimpo, donde cantaban y danzaban en las grandes fiestas de los dioses. Tradicionalmente aparecían asociadas a Apolo, dios de las artes, y ellas mismas, de manera individual o colectiva, eran consideradas como inspiradoras de artistas, especialmente de los literatos y los músicos, llegando a personificar diferentes disciplinas artísticas y del conocimiento.

Las tres Cárites –conocidas como Gracias en Roma– eran hijas de Zeus y de la oceánide Eurínome. Integrantes del séquito de Apolo, a veces también acompañaban a Afrodita, Atenea, Eros o Dioniso. Simbolizaban la afabilidad, la simpatía y la delicadeza, y se asociaban con el amor, la belleza, la sexualidad y la fertilidad, como fuerzas generadoras de vida.

Amor, deseo y pasión

Dicen que el amor es la energía que mueve el mundo. Es un sentimiento, un estado de ánimo, una ilusión y una pasión. Pero también es un dios. Así lo creían los griegos y los romanos, que le pusieron nombre: Eros-Cupido. Aunque no estaba muy claro cuál era su origen, siempre fue representado como un niño alado, que se divertía jugando con los corazones de dioses y mortales, que inflamaba con su antorcha o hería con sus flechas. Las de oro provocaban amor; las de plomo, en cambio, odio.

Éxtasis dionisiaco, taller neoático, mármol, 50-40 a.C.

Igual que hombres y mujeres, los dioses también sufrían enamoramientos repentinos, auténticos “flechazos”. Es lo que sintió Dioniso al encontrar en Naxos a Ariadna, que había sido abandonada por Teseo, o Hermes al ver a Herse mientras sobrevolaba la ciudad de Atenas.

Aunque sus comienzos fueron difíciles y tormentosos, muchas relaciones amorosas fueron dichosas y prolongadas en el tiempo, como la del propio Cupido con Psique, o la que mantuvieron Neptuno y Anfitrite, que comenzó con un rapto, igual que en el caso de Plutón y su sobrina Proserpina. Pero los mitos contaban también uniones desgraciadas, trágicamente truncadas por la muerte de uno de los amantes. Así les ocurrió a Orfeo y Eurídice, que no pudo ser rescatada del Hades por su amado, y a Céfalo y Procris, que también tuvieron un funesto final a causa de los celos cuando Procris fue alcanzada por una jabalina lanzada por su esposo mientras ella le espiaba.

El caso de Narciso es singular, ya que se enamoró de su propia imagen reflejada en el agua; contemplando ese reflejo se fue consumiendo de amor hasta la muerte, metamorfoseándose posteriormente en la flor que lleva su nombre.

Faltas y castigos

La violencia es inherente al ser humano, y los dioses grecorromanos, que adquirieron apariencia humana e interactuaron con los hombres, no escaparon a ese principio general. Por eso, los mitos clásicos están plagados de pugnas y disputas entre distintas divinidades. Si Crono castró a su padre Urano y le arrebató el poder, él también fue derrocado por su hijo Zeus. Ambas luchas fratricidas dieron lugar a dos grandes enfrentamientos en los que participaron numerosas divinidades: la Titanomaquia y la Gigantomaquia. Esas luchas fueron vistas, ya desde la Antigüedad, como un símbolo del conflicto existente entre el caos y el orden.

La caída de Faetón, por Jan Carel van Eyck, óleo sobre lienzo, 1636-38.

Los castigos que los dioses del Olimpo impusieron a los hombres o a otros dioses menores que se alzaron contra ellos podían tener un carácter indefinido, eterno. Es el caso de las famosas Furias, que sufrían tormentos que se repetían una y otra vez: Ticio, cuyo hígado devoraba cada día un ave rapaz; Tántalo, castigado a sufrir sed y hambre eternas; Sísifo, condenado a mover permanentemente una enorme roca, e Ixión, obligado a dar vueltas sin fin en una rueda. También Prometeo sufría el ataque diario de un águila que devoraba su hígado, que se regeneraba cada noche.

Mantener relaciones en el interior de los templos era una grave muestra de impiedad que los dioses sancionaban de forma contundente. Así le ocurrió al sacerdote troyano Laocoonte, atacado por dos serpientes que, enroscándose por su cuerpo, acabaron con su vida y con la de sus dos hijos, y también a Hipómenes y Atalanta, convertidos en leones por la diosa Cibeles y uncidos a su carro. Este recurso a la metamorfosis, a la transformación, fue muy empleado por los dioses como castigo.

Metamorfosis divinas y humanas

Metamorfosis es sinónimo de transformación, de engaño y de falsas apariencias. Los principales dioses grecorromanos tenían una extraordinaria capacidad para alterar su aspecto físico y adquirir una nueva identidad. De ese modo conseguían sus objetivos, relacionados en la mayor parte de las ocasiones con el placer carnal.

Detalle de la cabeza del dios Baco, por José de Ribera, óleo sobre lienzo, 1636.

Aunque su hermano Posidón no le fue a la zaga –transformándose en caballo y en carnero para unirse a Deméter y Teófane, respectivamente–fue Zeus quien más a menudo usó esa argucia para satisfacer sus instintos más básicos, y a él se dedica esta sección casi de manera exclusiva.

El principal recurso usado por Zeus fue adoptar una apariencia animal. Así, metamorfoseándose en águila, su animal emblemático, raptó al joven pastor Ganimedes para llevárselo al Olimpo como su amante y copero de los dioses. Convertido en cisne, Zeus sedujo a la reina Leda, con quien engendró a Helena y Pólux, y transformado en toro raptó a la princesa Europa. Pero también adoptó la apariencia de su hija Ártemis para seducir a la ninfa Calisto y tomó el aspecto del rey Anfitrión para mantener relaciones con su esposa Alcmena, fruto de las cuales nació Heracles. En otras ocasiones, Zeus adquirió la forma de fenómenos atmosféricos para lograr sus conquistas, y se transfiguró en nube gris para tomar a la joven doncella Ío, o en lluvia dorada para poseer a Dánae, quien daría a luz a Perseo, uno de los grandes héroes griegos.

A menudo la metamorfosis era una solución para evitar el acoso de un dios y a ella recurrieron diversas ninfas, como Dafne, transformada en laurel para escapar de Apolo, o Siringa, convertida en unas cañas para evitar la persecución del dios Pan.

Héroes

Junto a dioses y semidioses, los héroes jugaron un papel fundamental en los mitos clásicos. Podían ser hijos de un dios y una mortal, o de una diosa y un mortal; pero también había héroes que eran hijos de dos simples mortales. De ellos nos quedan sus hazañas, con las que alcanzaron fama y gloria.

Aquiles descubierto por Ulises y Diómedes, por Pedro Pablo Rubens, 1617-18. óleo sobre lienzo, 248,5 x 269,5 cm.

Aquiles, el de “los pies ligeros”, es el protagonista indiscutible de la Ilíada. Poco después de nacer, su madre, la diosa Tetis, esposa de Peleo, rey de Ptía, lo sumergió en las aguas del infernal río Éstige haciéndole invulnerable, excepto en el talón por el que lo tenía cogido. Fue educado por el centauro Quirón y años después tuvo una intervención destacada en la guerra de Troya, donde alcanzó la gloria y encontró también la muerte cuando Paris le alcanzó con una flecha en su único punto débil, el talón.

También Perseo, hijo de Zeus y Dánae, ocupa un lugar destacado entre los héroes griegos. Su principal hazaña fue vencer a la gorgona Medusa, cortándole la cabeza. Más tarde dio muerte al monstruo marino Ceto, que asolaba el reino de Etiopía, y liberó así a la princesa Andrómeda, su futura esposa.

Aquiles, anónimo, 150-175, mármol, 75 x 77 cm.

Hércules –Heracles en Grecia– es el héroe clásico por excelencia, que encarna cualidades y virtudes que se consideran míticas y modélicas. Hijo de Zeus y Alcmena, sufrió las consecuencias de la ira de Hera, quien le provocó un acceso de locura durante el cual dio muerte a sus hijos. Como castigo tuvo que realizar los legendarios “doce trabajos de Hércules”, con los que obtuvo fama y reconocimiento universal, logrando alcanzar la inmortalidad y ascender al Olimpo de los dioses.

La guerra de Troya

La guerra de Troya es el gran enfrentamiento entre griegos y troyanos, pero en ella también intervinieron de manera activa y decisiva muchos dioses que, por diversas razones, decidieron apoyar a uno u otro bando.

Todo empezó con una manzana de oro “para la más bella”, título que reclamaban Juno, Minerva y Venus. Para resolver tal disputa, Júpiter eligió como juez a Paris, un joven pastor troyano que debía entregar la manzana a quien considerase que era la diosa más bella. Además de presentarse desnudas para mostrar su atractivo físico, las tres diosas le hicieron interesantes y tentadoras ofertas: Juno le ofreció el poder sobre un amplio territorio; Minerva, la sabiduría y la victoria en todas las batallas, y Venus, el amor de la mujer más bella del mundo. Paris la escogió a ella.

El incendio de Troya, por Francisco Collantes, óleo sobre lienzo, siglo XVII.

La mujer más bella del mundo resultó ser Helena, esposa del rey Menelao de Esparta. Paris la raptó, o ambos huyeron juntos rumbo a Troya, por lo que los griegos se conjuraron para rescatarla. Así dio comienzo la guerra, en la que tomaron parte grandes héroes y guerreros, como Agamenón, Menelao, Odiseo, Diomedes, Ayax el Grande y, especialmente, Aquiles, que es el principal protagonista de la Ilíada, el gran poema homérico que narra este mítico conflicto armado.

El enfrentamiento entre aqueos y troyanos se prolongó durante muchos años sin que la victoria se decantase por uno u otro bando, mientras ambos perdían a algunos de sus principales guerreros. Finalmente los griegos decidieron fingir su retirada y dejar en las playas de Troya un gran caballo de madera, en cuyo interior se escondían varios de sus mejores soldados, encabezados por Odiseo. Creyendo que era una ofrenda a los dioses, los troyanos introdujeron el caballo en la ciudad; de ese modo, los griegos consiguieron apoderarse de Troya, que fue saqueada y quedó destruida por un gran incendio.

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