Giorgio de Chirico: “pintor del misterio laico”

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Conocido sobre todo por su pintura metafísica, un término que acuñó el poeta Apollinaire refiriéndose a lo que hay más allá de la apariencia sensible de los fenómenos, el artista ha pasado a la historia del arte como precursor de un mundo extraño, solitario e infinito. La aventura artística del pintor padeció la incomprensión, el rechazo, la soledad y las críticas. SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN

I. Poética del enigma, recuperar el misterio perdido

Se podría afirmar que hay dos tipos de artistas: lo que contribuyen con su arte a esclarecer el mundo y los que lo envuelven en un enigma, en un misterio. Sin duda Giorgio de Chirico (1888-1978) pertenece a estos últimos. Quizá respondan a dos impulsos antitéticos de la naturaleza humana a lo largo de la historia: el deseo de conocer y la voluntad de ignorancia. Ambos son imprescindibles para vivir y sobrevivir. Y, aunque parezcan opuestas ambas tendencias, no tienen por qué serla. Se puede esclarecer el mundo y, sin embargo, demostrar que sigue siendo un enigma. Asimismo, se puede envolver en un enigma y a la vez arrojar luz sobre las dudas y perplejidades que nos asaltan y en tanto que humanos nunca nos abandonarán.

El mundo de la obra de Giorgio de Chirico es conocido como “pintura metafísica”. Fue el poeta y crítico Guillaume Apollinaire, al que más tarde le ilustraría sus conocidos Calligrammes, el primero que la denominó así: “pinturas insólitamente metafísicas”[i]. ¿En qué sentido es “pintura metafísica”? El término es equívoco, de manera que conduce a malentendidos. Etimológicamente, “metafísica” significa más allá de lo físico, de lo tangible. La pintura de Chirico es metafísica en el sentido de que apunta a lo que hay más allá de la apariencia sensible de los fenómenos. “Escuchar, atender, aprender a expresar la voz remota de las cosas, ese es el camino y la meta del arte”, escribió en 1938.

Sobre estas líneas, retrato de Giorgio de Chirico, 1971, Milán. Arriba, Melancolía, por De Chirico, 1916, óleo sobre lienzo, 50,8 x 67,3 cm, Houston, The Menil Collection, Houston (fotografía: Hickey-Robertson).

Si bien la paternidad de la pintura metafísica es objeto de una discusión abierta, pues por un lado hay quienes se la atribuyen a De Chirico y por otro hay quienes se lo atribuyen a Carlo Carrá (1881-1966), la primera pintura metafísica, El enigma de una tarde de otoño (hacia 1910) surgió después de la “revelación” que De Chirico tuvo en la Piazza Santa Croce de Florencia. Esta vivencia la describió en estos términos:

“En una clara tarde de otoño estaba sentado en un banco de la Piazza Santa Croce. Naturalmente que no veía esa plaza por primera vez. Poco antes había superado una enfermedad intestinal, larga y dolorosa, y me encontraba en un estado de sensibilidad enfermiza. Todo a mi alrededor parecía encontrarse en un estado de convalecencia, incluso el mármol de los edificios y fuentes (…). El sol de otoño, frío y sin amor, bañaba la estatua y la fachada de la iglesia. Tuve entonces la extraña impresión de que veía las cosas por primera vez. Tuve de repente ante mi vista la composición del cuadro (…) A pesar de ello, ese momento es un enigma que continúa siendo inexplicable”[ii].

Llama la atención, primero, que su percepción de cuanto le rodea está condicionada, como acaso no puede ser de otro modo, por su estado interior, pero con todo tiene la sensación de ver las cosas por primera vez, sensación que en los artistas debe de ser más o menos recurrente, de lo contrario no se sentirían quizá lo suficientemente motivados para intentar trasladar esas visiones al lenguaje de su arte, aunque solo se trate de aproximaciones, ya que ese traslado resulta por definición imposible y, por lo tanto, un fracaso. Y a pesar de que podamos describir, incluso explicar, lo que sucedió, no lo podremos hacer de manera completa, de ahí que siga siendo un enigma.

El enigma de una tarde de otoño, por De Chirico, h. 1910, óleo sobre lienzo.

La pintura de Chirico parte de la consciencia de ese enigma que es el mundo y la vida humana y desemboca en ese enigma, que no pretende tanto explicar sino mostrar, expresar. Cees Nooteboom ha escrito a propósito de ello: “Se expresan los pensamientos o sentimientos del artista, o mejor dicho, la representación de sus pensamientos o sentimientos, y a partir de ese instante se convierten tanto en pura materia como en algo que no admite descripción, cálculo o definición, lo mismo que un sueño. Oscuro territorio, al igual que el alma humana (…) Ah, ¿es esto un alegato a favor de lo oscuro? Ni mucho menos, pues una cosa ha quedado clara: aquí de lo que se trata es de enigmas”[iii].

A pesar de que ha pasado a la historia del arte introduciendo un mundo extraño, solitario e infinito, la aventura artística de Giorgio de Chirico también padeció la incomprensión, el rechazo, la soledad y las críticas. Quizá la más significativa sea la de Roberto Longhi, uno de los críticos de arte más influentes de Italia, que puso en tela de juicio el principio del arte metafísico, pues a su entender no intentaba una renovación estilística, sino buscar el significado oculto de las cosas[iv]. Aunque procurase buscar o más bien descubrir el significado oculto de las cosas, que no sabemos a ciencia cierta si las tiene, como veremos ahora desde la perspectiva de Fernando Pessoa, ¿no renovó estilísticamente la pintura? ¿Cómo explicar entonces su poderosa influencia sobre los surrealistas?

II. Nietzsche y la crítica a la visión positivista

Mientras que los surrealistas se nutrieron de la obra de Freud de una manera por lo general arbitraria, caprichosa y poco rigurosa, como no es raro en este tipo de apropiaciones creativas, Giorgio de Chirico se alimentó especialmente de Nietzsche. (En cualquier caso, otro “irracionalista”, es decir, alguien que piensa que lo que mueve al ser humano no es la razón sino la sin razón: el cuerpo, las pasiones, los sentimientos, la voluntad de poder…)

¿Qué aspectos de la filosofía de Nietzsche aparecen en la obra de este pintor? Sospecho que por encima de otros aspectos destaca en la obra de De Chirico la crítica al positivismo imperante de la época, que degenera en cientifismo a lo largo del siglo XX y que se caracteriza por el afán de traducir los “hechos” a ciencia mensurable y cuantificable, incurriendo a menudo en reduccionismos, o sea, simplificaciones excesivas de los fenómenos de la realidad. Se diría que el artista quiere recuperar el misterio de fondo último que hay en lo real: “En la sombra de un hombre que anda bajo el sol hay más enigmas que en todas las religiones pasadas, presentes y futuras”, declarará De Chirico.

La incertidumbre del poeta, por De Chirico, 1913, óleo sobre lienzo, 106 x 94 cm, Londres, Tate Modern.

En este sentido la pintura del artista italiano se encuentra en las antípodas de la filosofía de Alberto Caeiro, ese otro heterónimo de Fernando Pessoa, que aproximadamente por las mismas fechas en El guardador de rebaños (1911-1912) escribe:

“El único misterio es que haya quien piense en el misterio.

Quien está al sol y cierra los ojos

empieza a no saber lo que es el sol

y a pensar muchas cosas calurosas (…).

¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?

(…) Pero ¿qué mejor metafísica que la suya,

que es la de no saber para qué viven

ni saber que no lo saben? (…)

“El único sentido íntimo de las cosas

es que no tienen ningún sentido íntimo”[v].

El cerebro del niño, por De Chirico,1914-17, óleo sobre lienzo, Estocolmo, Nationalmuseum.

Más allá de esto, la influencia de Nietzsche en la obra de De Chirico se encuentra presente en 1) el amor por el enigma. La identificación con el pensador de Así habló Zaratustra llega hasta tal punto que en 1911 se autorretrata en una postura idéntica a una fotografía de Nietzsche de 1882, planteándose la pregunta: “¿Y qué amaré sino lo que es enigma?” Los autorretratos son ejercicios de introspección a la vez de cómo quiere perdurar la imagen de sí. 2) El amor por el mundo mítico de la Antigüedad. Recuérdese que Nietzsche era de formación un filólogo, un profundo conocedor de la cultura griega. Y por su parte en la pintura de De Chirico el mundo clásico es casi omnipresente. Él mismo reconocerá que es un “pintor clásico”: “Me aplico tras palabras: Pictor classicus sum” (claro que el término “clásico” tampoco está exento de polisemia). 3) El uso ambivalente del término “metafísica”, con el que por una parte se muestra muy crítico, sobre todo con la metafísica que surge con Sócrates-Platón y se extiende por Occidente bajo la influencia del judaísmo y el cristianismo. Mas, por otra parte, Nietzsche considera al arte como la “actividad realmente metafísica de la vida”[vi].

Debido a esta ambivalencia y ambigüedad, y a los consecuentes malentendidos que puede llevar –a veces tan sugerentes como enriquecedores–, el polifacético Jean Cocteau lo denominó “pintor del misterio laico”, que a mí me parece un nombre más adecuado para el mundo que levanta su obra, pero que desde luego no ha tenido la misma fortuna crítica que el concepto propuesto por Apollinaire.

El hijo pródigo, por De Chirico, 1922, óleo sobre lienzo, 59 x 87 cm, Milán, Galería de Arte Moderno.

Entre 1912 y 1915, en Turín, ciudad en la que Nietzsche abrazará la locura, de De Chirico compone bajo la reconocida influencia del pensador de El paseante y su sombra la que tal vez sea su serie más famosa, las plazas de Italia: esos espacios con arquitecturas, geométricos e infinitos. Otras series que cabe mencionar, dado que un artista es reconocido por los símbolos que aporta sobre la tradición, son los interiores metafísicos, los retratos y autorretratos, historia y naturaleza, baños misteriosos y el mundo clásico y los gladiadores, de acuerdo con la exposición El mundo de Giorgio de Chirico. Sueño o realidad, que se mostró en el CaixaForum de Madrid desde el 23 de noviembre de 2017 al 18 de febrero de 2018.

Según de De Chirico, “Nietzsche no se limita a la destrucción de una verdad idealista, sino que prepara el camino para una nueva poesía: ‘Schopenhauer y Nietzsche fueron los primeros en enseñar el profundo significado que tiene el no-sentido de la vida. También enseñaron cómo ese no-sentido se podría transformar en arte’”[vii]. ¿No es esto lo que hizo Giorgio de Chirico con su pintura, transformar el no-sentido en arte?

III. Objetos fuera de contexto: influencias sobre el surrealismo

Cuando André Breton, fundador y principal exponente del surrealismo, vio por primera vez una obra de Giorgio de Chirico, en este caso El cerebro del niño (1914), saltó del autobús hacia el escaparate y se quedó fascinado. A Tanguy le sucedió algo semejante. Max Ernst calificó su encuentro con el mundo del pintor italiano como algo decisivo para su futuro. Basta observar Aquis submersus (1919) para comprobar cómo se inspira en las plazas de Italia para desplegar su mundo, un mundo, eso sí, más irónico y menos grave.

Aquis submersus, por Max Ernst, 1919, óleo sobre lienzo, 54 x 43.8 cm, Fráncfort, Städel Museum

¿Qué debieron ver los surrealistas en las pinturas de De Chirico? En estos ejercicios de apropiación acostumbro a pensar en aquella paradoja de Pascal que formulaba en otro contexto: “yo no te hubiera buscado si previamente no te hubiera encontrado”. Hay algo en el germen dentro de los surrealistas que aparece desarrollado en la obra del pintor del misterio laico.

En una frase crucial para el devenir del surrealismo, Lautréamont mantuvo: “El casual encuentro entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Esto es, el inesperado encuentro de objetos o, si se prefiere, representaciones, que en principio no guardan relación entre sí puede iluminar lo más profundo del inconsciente.

Pero el pintor surrealista que recibió una impronta más poderosa de Giorgio de Chirico fue sin duda René Magritte, el que al ver una fotografía de Cántico del amor (1914) no pudo contener las lágrimas y escribió sobre la pintura: “Esta poesía triunfante ha sustituido el efecto estereotipado de la pintura tradicional (…) Se trata de una nueva visión, en la que el observador reencuentra su aislamiento y percibe el silencio del mundo[viii]. Uno de los efectos que consigue al alterar el contexto en el que aparecen los objetos representados es renovar nuestra percepción cotidiana, que es una de las funciones del arte. Todavía más, mostrando representaciones de objetos físicos se puede arrojar luz sobre nuestros estados de ánimo.

La canción de amor, por De Chirico, 1914, óleo sobre lienzo, 73 x 59,1 cm, Nueva York, Museo de Arte Moderno.

Otro aspecto en común con la obra de Magritte es la ruptura del título con lo que se representa. Aquí el lenguaje verbal no posee la función tradicional de “reflejar” o describir lo que se muestra. Más bien se produce una ruptura, un cortocircuito que nos lleva a buscar qué relaciones pueden guardan las palabras con el título. Se trata de jeroglíficos indescifrables, como el inconsciente. Piénsese en El gran metafísico (1917), Las musas inquietantes (1917), Héctor y Andrómaca (1917) o El hijo pródigo, por mencionar algunas de las obras suyas que prefiero.

Un gran poeta, traductor y exquisito ensayista sobre arte, Ives Bonnefoy, ha escrito sobre la obra de Giorgio de Chirico: “Al acentuar las líneas de huida, al grabar de manera fantástica los contornos de las cosas contra el borde del cielo, Chirico ensancha con lucidez esa separación entre la inmediatez y la conciencia, entre la presencia y el objeto, que fundamentaba el temor del clasicismo y el punto en el empezó el arte moderno”.

Musas inquietantes, por De Chirico, 1917, óleo sobre lienzo, 97 x 66 cm, Milán, colección particular.

(…) De esta manera crea una “nueva lógica, estos jeroglíficos del color, una nueva lengua, en cuya gravitación el guante, la piña, el busto romano, las sombras alargadas, incluso el inmenso sol se mueven, son como emigrantes en marcha, en espera, con los ojos cerrados. ¿Y si el inconsciente no fuera, tan sólo, unos cuantos hechos más que podemos ofrecerle, de nuevo, a la misma ciencia, sino la propuesta de una nueva relación con el mundo? ¿Y si el arte, al parecer moribundo, encontrara en todo esto un porvenir nuevo, imprevisto? (…) Esta es la poesía que de Chirico, durante su breve instante, ha reiniciado, por el laberinto de nuestra ciudad destruida”[ix]. Y con ella se convirtió, en palabras de André Breton, en el “fundador de la mitología moderna”.

IV. Nostalgia del infinito

Una arquitectura marca la silueta de Turín, la Mole Antonelliana, por la que Nietzsche se sentía especialmente atraído, y a la que calificó “la edificación más genial jamás construida: “la bauticé Ecce homo y coloqué, en mi mente, un espacio gigantesco libre a su alrededor”[x]. Con sus 160 metros, “es el edificio de albañilería más alto de Italia. Sobre una nave de planta cuadrada se alza una cúpula vertiginosamente alargada, y por encima de ella, una linterna de dos plantas, de formas neoclásicas, que acaba en una aguja extremadamente larga (…) La altura de la torre es subrayada por la colina, con lo que el edificio parece que se eleva y el espacio parece ampliarse”[xi].

La nostalgia del infinito, por De Chirico, 1911-13, óleo sobre lienzo, 135,2 x 64,8 cm, Nueva York, Museo de Arte Moderno.

Pinturas como La nostalgia del infinito (1912) y La gran torre (1913) están claramente inspiradas en este singular edificio. A lo largo de la obra de De Chirico se pueden rastrear bastantes más piezas con esta poética, pero sin duda estas dos guardan un aire de familia con la teoría de lo infinito e indeterminado de Giacomo Leopardi, acaso el mayor poeta romántico italiano, y un destacado pensador –su diario Zibaldone di pensieri, escrito entre los 19 y 34 años, llegó a reunir de modo póstumo 4.526 páginas– que se disputa con Schopenhauer, con el que mantiene no pocos aspectos en común, ser uno de los pensadores más pesimistas de su tiempo.

Esta teoría de lo infinito e indeterminado se expone en uno de sus poemas más célebres, titulado precisamente L’infinito:

“Siempre caro me fue este yermo cerro

y este seto, que priva la mirada

de tanto espacio del último horizonte.

Mas, sentado y contemplando, interminables

espacios más allá de aquéllos, y sobrehumanos

silencios, y una quietud hondísima

en mi mente imagino. Tanta, que casi

el corazón se estremece. Y como oigo

el viento susurrar en la espesura,

voy comparando ese infinito silencio

con esta voz. Y me acuerdo de lo eterno,

y de las estaciones muertas, y de la presente

y viva, y de su música. Así que, entre esta

inmensidad, mi pensamiento anego,

y naufragar me es dulce en este mar”[xii].

La gran torre, por De Chirico, 1913, óleo sobre lienzo, 123 x 52 cm.

Imposible resumir un poema logrado. Sin embargo, parece que trata sobre cómo desde un “yermo cerro”, ante un “seto” que impide que su visión vaya más allá, la imaginación se expande abriéndose paso por espacios interminables y “estaciones muertas”. Y en esta inmensidad, alzada por la imaginación y el pensamiento ante un límite sensible, naufragar le es “dulce”. ¿Podría haberse expandido la imaginación si no se hubiera encontrado un límite sensible?

El filósofo Remo Bodei lo considera un ejemplo paradigmático de “la belleza de lo vago”, y explica, citando a Leopardi, que “la imaginación suple ‘fingiendo’, es decir, simulando, lo infinito o indefinido que está más allá de las barreras perceptivas que se hayan alzado: ‘en ese caso, en lugar de la vista, trabaja la imaginación, y la fantástico invadirá la realidad. El alma imagina lo que no ve, lo que ese árbol, ese seto, esa torre le oculta, y vaga en un espacio imaginario, y se representa cosas que le sería imposible representarse si su vista se extendiese a todas partes, porque entonces lo real excluiría a lo imaginario’”[xiii].

Héctor y Andrómaca, por De Chirico, 1946, óleo sobre lienzo, 82 x 60 cm, colección particular.

Pues bien, pinturas como La nostalgia del infinito (1912) y La gran torre (1913) provocan, con la debida complicidad de la recepción del espectador, efectos estéticos similares: que la imaginación se alce y ocupe lo que no se ve. En palabras de Giorgio de Chirico: “Una fábrica, una torre que se ve de modo que parece alzarse solitaria sobre el horizonte, y este no se ve, produce un contraste eficaz y sublime entre lo finito y lo infinito”[xiv].

Desde una perspectiva antropológica no deja de ser curioso que los seres humanos, por naturaleza finitos, poseamos esta nostalgia del absoluto, esta sed de infinito. Y que por medio de las religiones, así como de la filosofía y de las artes se haya procurado calmar esta sed y nostalgia por lo que acaso no existe sino en la imaginación, llave secreta a la vez que cárcel[xv].

El gran metafísiico, por De Chirico, 1917, óleo sobre lienzo, 104,5 x 69,8 cm, colección particular.

Es habitual que el artista sea, antes que un creador, un sensible y agudo receptor de cuanto le rodea, o por lo menos alguien con la mirada más allá de lo cotidiano, alterada, cuando no inflamada. Y a juzgar por los testimonios que nos ha dejado Giorgio de Chirico, la suya debía ser así, con una nostalgia por otro mundo y una sed de infinito: “Sobre las plazas de las ciudades, las sombras exponen sus enigmas geométricos. Por encima de los muros se alzan torres sin sentido, con pequeñas banderas de colores en la cúspide. Por doquier infinitud, por doquier misterio. La profundidad de la cúpula despierta vértigo a todo el que la mira fijamente. Siente un escalofrío, se siente atraído al abismo”[xvi].

Si bien la poética de este pintor trata de descubrir el misterio laico en un mundo cada vez más secularizado y explicado de modo científico, por otro lado capta y refleja algunas de las experiencias de los sujetos en las ciudades modernas, como la soledad y el aburrimiento. Pensemos a modo de ejemplo en sus maniquíes, sin rostro, sin identidad, símbolos de todos y de nadie.

[i] Magdalena Holzhey, Giorgio de Chirico. El mito moderno, trad. P. L. Green, Colonia, Taschen, 2017, p. 32.

[ii] Magdalena Holzhey, 2017, op., cit. pp. 19 y 20.

[iii] C. Nooteboom, “El filósofo sin ojos”, reunido en C. Nooteboom, El enigma de la luz. Un viaje en el arte, trad. Isabel-Clara Lorda Vidal, Barcelona, Mondadori, 2009, pp. 67 y 69.

[iv] Magdalena Holzhey, 2017, op., cit. p. 61.

[v] F. Pessoa, Antología poética. El poeta es un fingidor, trad. Ángel Crespo, Madrid, Espasa-Calpe-1999, pp. 182 y 183.

[vi] Estas relaciones entre de Chirico y Nietzsche la he extraído de distintas páginas del libro de Magdalena Holzhey, 2017.

[vii] Citado por Magdalena Holzhey, 2017, op. cit., p. 18.

[viii] Citado por Magdalena Holzhey, 2017, op. cit., p. 66.

[ix] I. Bonnefoy, “Giorgio de Chirico”, reunido en I. Bonnefoy, La nube roja. Diseño, color y luz, trad. Javier del Prado y Patricia Martínez, Madrid, Síntesis, 2003, pp. 342 y 343.

[x] Citado por Magdalena Holzhey, 2017, op. cit., p. 28.

[xi] Magdalena Holzhey, 2017, op. cit., p. 28.

[xii] G. Leopardi, Cantos. Pensamientos, edición bilingüe de Antonio Colinas, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, pp. 116-117.

[xiii] Remo Bodei, La forma de lo bello, trad. Juan Díaz de Atauri, Madrid, Antonio Machado, 2008, pp. 58 y 59.

[xiv] Citado por Magdalena Holzhey, 2017, op. cit., p. 28.

[xv] Una razonada y muy razonable crítica a esta sed de absolutos se puede leer en el excelente ensayo de Tzvetan Todorov, Los aventureros del absoluto, trad. José María Ridao, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2007.

[xvi] Citado por Magdalena Holzhey, 2017, op. cit., p. 29.

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