Paisajes espirituales: sobre el arte de Juan Carlos Savater

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La evolución y estilo de este pintor vasco es una metamorfosis sin fin. En sus primeras obras hay reminiscencias del Bosco y elementos surrealistas, así como un sentido del humor que no está tan presente en su trabajo posterior; en otras, se perciben formas expresionistas, y en sus retratos se reconocen elementos realistas y, en algún caso, también la abstracción. Su trabajo más reciente, Pequeños robles de la sierra o Proezas magistrales, se enmarca dentro de lo que se ha denominado “realismo místico”

Sebastián GÁMEZ MILLÁN

Aquellos que no necesiten lentes verbales para aproximarse a la pintura pueden hacer muy bien prescindiendo de las siguientes palabras. En cambio, aquellos que quieran pasar antes o después de esta breve selección de pintura por estas lentes verbales, sírvanse de ellas si y sólo si les permite aclarar la mirada y ahondar en la comprensión, no sólo de la pintura sino del mundo al que apunta esta singular obra, que es el nuestro y no es el nuestro.

Sobre estas líneas, Pequeños robles de la sierra, óleo sobre lienzo, 34 x 89 cm. Arriba, Penvern, óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm. Ambas obras por Juan Carlos Savater.

Nacido en San Sebastián durante 1953, Juan Carlos Savater estudia en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, ciudad en la que actualmente reside. Ha expuesto de manera individual en la galería Sen de la capital, Caja de Ahorros Municipal de San Sebastián, las galerías madrileñas Alençon, Estiarte, Moriarty, Trama y Antonio Machón; galerías Atlántica de Oporto, Berini de Barcelona, Dieciséis de San Sebastián, Bretón de Valencia, Miguel Marcos de Barcelona, Leandro Navarro de Madrid, Sala Fundación BBK de Bilbao, Espacio Caja de Burgos o Monasterio de Santo Domingo de Silos, entre otros.

Y de modo colectivo ha expuesto en reconocidas galerías nacionales e internacionales, entre las que cabe destacar la del Museum Am Ostwall, Die Internationale Kunstmesse de Basilea y Wissenschaftszentrum de Bonn en 1984; XIX Bienal de Sao Paulo y Dynamiques et interrogations (Arc, París) en 1987; Bienal de Venecia y World Expo 88 de Brusbane (Australia) en 1988; Prospect 89 en Fráncfort, Albright Knox Art Gallery de Nueva York, University of Houston, University of Washington, University Art Museum de California y 6A Montenapoleone de Milán. A continuación procuraré ofrecer una introducción a su obra a partir de cinco conceptos.

Pluriestilismo

Hay artistas que más pronto que tarde descubren su ámbito, su atmósfera, su estilo y no cesan de ejecutar variaciones sobre lo mismo. Por el contrario, hay otros cuya evolución y estilo es una metamorfosis sin fin. La obra de Juan Carlos Savater pertenece sin duda a esta segunda estirpe, hasta el punto de que a veces no parecen del mismo autor.

Uno de los criterios que guía esta breve muestra es precisamente ofrecer una visión de este pluriestilismo, que es diversidad y riqueza expresiva. Si nos demoramos en la pintura con la que abrimos esta selección, Mapa de la pequeña tierra, que recuerda en mí a una de las obras maestras de Ángeles Santos (1911-2013), Un mundo (1929); o bien nos detenemos en Cárabo, Rosa y mujer muerta y, sobre todo, Penvern, podemos reconocer reminiscencias del Bosco (1450-1516) y elementos surrealistas, como objetos descontextualizados o de un tamaño sobrenatural, así como un sentido del humor que no está tan presente en su obra posterior. ¿Hasta qué punto es el humor incompatible con la espiritualidad?

Mapa de la pequeña tierra (N.S.E.O.), por Juan Carlos Savater, 1978, óleo sobre lienzo.

Esta espiritualidad es palpable en Retrato imaginario de N. Berdiaev, en el que percibimos formas expresionistas. Sin embargo, en los introspectivos y penetrantes retratos de Fernando Savater y Sara reconocemos elementos realistas. A diferencia de en Día tras día, cuyo estilo se asemeja más a la abstracción. Su obra más reciente, de la que aquí he elegido la mayoría de las obras, desde Pequeños robles de la sierra hasta Proezas magistrales, cabría situarla quizá dentro de lo que han denominado “realismo místico”. Nietzsche escribió que “la serpiente que no muda de piel es que está muerta”.

A pesar de esta variedad estilística o, si se prefiere, pluriestilismo, como veremos, hay elementos en común que recorren y atraviesan todo el trabajo de J. C. Savater: la presencia de la naturaleza y, en particular, del paisaje; el simbolismo, el romanticismo y la religiosidad; la transfiguración de lo cotidiano hacia lo sublime; la pintura como un ejercicio espiritual por medio del cual se accede a otro modo de ser. Dentro de esta aparente diversidad late una profunda unidad: la vida, la memoria, la trayectoria de Juan Carlos Savater. Con acierto ha escrito: “El pintor da vida a su pintura con lo que le da vida a él”. Su obra es su autobiografía velada, y sigue en construcción.

Retrato imaginario de Berdiaev, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo, 81 x 100 cm.

Experimentalismo

Esta variedad de estilos es consecuencia de su experimentalismo. Al igual que en las ciencias, el experimentalismo en el arte es esencial. Sin él no hay búsqueda ni aventura, hallazgo o descubrimiento, no hay ensayo ni error, novedad ni encuentro.

Y este experimentalismo parece que no sólo se efectúa en su obra pictórica, también en otras facetas de su vida, ya que Juan Carlos Savater ha trabajado como director de escenografía en representaciones teatrales como María Estuardo (1994), de SchillerLa noche de la iguana (2008), de Arthur Miller, o Próspero sueña a Julieta (2010), de Sanchís Sinisterra, todas ellas dirigidas por María Ruiz.

Proezas magistrales, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo, 35 x 35 cm.

Asimismo, ha ilustrado El diario de Job (1983) o Historia de la filosofía, sin temor ni temblor (2010), ambas de Fernando Savater, y Padre e hijo (1986), de Miguel Ángel Bernat. Y además ha escrito libros de reflexión, como la Certeza de ser (2012) y Uno más uno igual a uno (2014).

Transfigurar lo cotidiano: hacia lo sublime

Como Van Gogh, como tantos artistas occidentales y orientales, en los paisajes y los objetos representados por Juan Carlos Savater vibra la emoción de elevarlos. Por ello, dentro de las categorías estéticas que se han empleado a lo largo de la historia para definir el arte, la categoría que tal vez se encuentra en mejor consonancia con su pintura es lo sublime: el asombro de la existencia, la vastedad de los paisajes, la infinitud de la naturaleza.

Quizá el filósofo que ha reflexionado de forma más sugerente sobre este concepto es Kant, que en la Crítica del juicio lo contrapone con lo bello: primero lo asocia a “la inmensidad sin límites”, lo que en la pintura de Juan Carlos Savater está vinculado con lo religioso y lo espiritual, de lo que nos ocuparemos después. Y señala que “la satisfacción en lo sublime no contiene tanto placer negativo cuanto más bien admiración o respeto, lo cual merece denominarse placer negativo”. Más adelante Kant escribe algo que convendría que pensáramos bien: “Lo bello nos prepara para amar sin interés algo, incluso la naturaleza; lo sublime, para valorarlo altamente incluso en contra de nuestro interés (sensible)”.

Un mundo, por Ángeles Santos, 1929, óleo sobre lienzo, 290 x 310 cm, Madrid, Museo Nacional Reina Sofía.

Se diría que la pintura de Juan Carlos Savater, en efecto, parece que busca por medio de una particular mímesis que admiremos, respetemos y valoremos cuanto nos rodea. A fuerza de mirar y pintar y volver a mirar y pintar es como si hubiera llegado a adquirir una perspectiva adecuada de la realidad, hasta el punto de que podría decir como el gran paisajista inglés John Constable: “No señora, no hay nada feo; en toda mi vida no he visto una sola cosa fea: sea como fuera la forma de un objeto, la luz, la sombra, la perspectiva lo harán siempre bello”.

Remo Bodei, autor de un libro próximo a esta poética, Paisajes sublimes. El hombre ante la naturaleza salvaje, escribió en La forma de lo bello, exponiendo el pensamiento de Kant acerca de lo sublime: “Se refiere, más que al miedo, a aquello que es digno de admiración y de respeto, en la medida en que muestra al mismo tiempo nuestra desproporción y nuestra superioridad de seres racionales, como es el caso, más que conocido, del ‘cielo estrellado por encima de mí’ y de la ‘ley moral en mí’.”

Rosa y mujer muerta, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo, 35 x 33 cm.

Aunque es exacto respecto al pensamiento de Kant, no sé hasta qué punto lo es en lo que se refiere a la pintura de Juan Carlos Savater. Pues en esta, como en la obra del romántico alemán C. D. Friedrich (1774-1840) y de otra manera en la pintura china, lo que a menudo sentimos es la finitud del ser humano frente a la infinitud de la naturaleza. Y esta sensación es la que nos impulsa al sentimiento de humildad, de admiración, de respeto y de valor por todo cuanto nos rodea. ¿Acaso una de las funciones del arte no es mostrarnos el camino a sentir, valorar y comportarnos adecuadamente?

Religiosidad sin religión

Dos presencias decisivas en la pintura de Juan Carlos Savater son el mencionado Caspar David Friedrich y el menos conocido pintor norteamericano Albert Pinkham Rider (1847-1917), también poeta, excéntrico y bonachón. Con Friedrich mantiene en común la omnipresente manifestación de la naturaleza, la dialéctica entre la infinitud de esta y la finitud humana, la espiritualidad y los paisajes concebidos como alegorías. Esto último también lo comparte con Pinkham Rider, el poder simbólico y alegórico de la pintura, además de los tonos pálidos, la austeridad, la religiosidad, la sobriedad que transita del modernismo a la abstracción.

El caminante sobre el mar de nubes, por Caspar David Friedrich, 1817-18, óleo sobre lienzo, 98 x 74 cm, Hamburgo, Kunsthalle.

Por tanto, la pintura de Juan Carlos Savater es romántica en al menos tres acepciones: primero, obviamente, porque se inspira en pintores y temáticas románticas; segundo porque aparecen fenómenos del imaginario romántico, como vírgenes, oraciones, cementerios… y, sobre todo, por la forma como se manifiestan; tercero, porque parece que late en su pintura una voluntad de dotar de sentido el sin sentido del mundo.

¿No es durante el romanticismo cuando los dioses huyen y el arte comienza a ocupar el espacio abandonado por ellos? ¿No es el arte la espiritualidad de los agnósticos y de los increyentes e incluso de los ateos? Uno de los padres de la abstracción del siglo XX, Vasili Kandinski (1866-1944), trató en cierta manera esta cuestión en De los espiritual en el arte (1911). Quizá el pensador vivo que más erudita y brillantemente ha tratado estas cuestiones sea George Steiner en ensayos como Nostalgia del absoluto (1974) y, de forma más ambiciosa, en Presencias reales (1989) y Gramáticas de la creación (1990).

Sigfrido y las doncellas del Rin, por Albert Pinkham Ryder, entre 1888 y 1891, óleo sobre lienzo, 50,5 x 52 cm, Washington, Galería Nacional.

El arte es así la religión de los que carecen de religión, una fuente de la que emana sentido, aunque sea intermitente, una religión al margen de las instituciones religiosas, en las que cada vez se cree menos. Religión, como nos recordaba Mircea Eliade, proviene etimológicamente de “re-ligare, estar vinculado a algo”; en el caso de la pintura de Juan Carlos Savater, a la naturaleza, que nos trasciende, de la que venimos y a la que vamos.

No es casual que el romanticismo se encuentre en las antípodas del positivismo, que cree que todo se puede convertir en “ciencia”, entendida como hechos mensurables, contables y calculables. Por eso la pintura de Juan Carlos Savater está lejos de los ideales científicos y más bien cerca de la proposición 6.52 del Tractatus de Wittgenstein: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda respuesta alguna; y esto es precisamente la respuesta.” 

Frente a la progresiva desacralización del mundo por parte de las ciencias (yo aquí me atrevería a distinguir entre los científicos que reconocen el misterio, a pesar de la explicación, y aquellos otros que no se asombran ni se admiran ni se maravillan, lo que en cierto modo implica dejar de dialogar y preguntarse), el arte nos recuerda que no todo es mensurable, contable y calculable, que más allá de los datos sigue el misterio de fondo de la existencia.

Cárabo, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo, 50 x 71 cm.

Ejercicios espirituales

Por este concepto entendemos las diferentes prácticas con las que un ser humano se interpela a sí mismo para transformarse de forma subjetiva y acceder a otro modo de ser. Tengo para mí que las pinturas de Juan Carlos Savater son en este sentido “ejercicios espirituales”.

¿Qué es lo que se procura con estos ejercicios espirituales? Dependiendo de cada persona y de las circunstancias, las intenciones y fines pueden ser variados: quizá una ascesis que, como diría Michel Foucault, “no es tanto una renuncia como una preparación ante lo incierto del destino”; tal vez elevar la mirada por encima de las vicisitudes cotidianas fijándose en la naturaleza para comprender y aceptar lo que ha sucedido; acaso ordenar establecer una economía de deseos y una jerarquía de valores por los que queremos actuar…

Desnudo con la boca abierta, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo, 81 x 65 cm.

Lejos de lo que pueda parecer, estos ejercicios espirituales en la pintura y en el arte están presentes desde un pasado que no sabría determinar. No de otro modo entiendo esta declaración de Friedrich durante el proceso de la pintura: “Debo rendirme a lo que me rodea, unirme con las nubes y con las piedras para ser lo que soy”. Importa lo que se alcance a pintar, no solo qué se representa sino también cómo, pero al mismo tiempo importa la operación que tiene lugar en nuestra subjetividad, la transformación que acaece en nosotros. El arte es un fruto humano del mismo modo que nosotros somos frutos del arte.

Asimismo, estos ejercicios espirituales no pertenecen únicamente a la cultura occidental, sino que podemos rastrearlos en Oriente. El fenómeno que describe Friedrich, contemplar hasta que el sujeto se funde con los objetos de un paisaje, si es que cabe hablar propiamente en estos términos dualistas de “sujeto” y “objeto” en los que andamos enredados con la gramática, se corresponde con lo que en la cultura china se ha denominado “habitar una pintura” (véase La sabiduría como estética. China: confucianismo, taoísmo y budismo, de Chantal Maillard).

Día tras día, por Juan Carlos Savater, óleo sobre tabla, 71 cm de diámetro.

Quizá la contemplación perfecta requiera por parte de nosotros, como antes lo habrá requerido por parte del artista, que nos fundamos con el paisaje, que desaparezcamos en él para percibir de una manera más amplia y profunda, en suma, para ser de otro modo. ¿No es esto una forma de caminar hacia la no dualidad, de alejarse de la fragmentación del yo a la que nos arrastra inexorablemente la experiencia de la vida moderna? Aprendamos, por tanto, a “habitar la pintura”; a esta aventura de vivir en consonancia con uno mismo y con lo que nos rodea es a lo que nos invita la obra de Juan Carlos Savater.

Sara, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo.
Fernando Savater, por Juan Carlos Savater, óleo sobre lienzo.

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