3. Miguel Ángel. Segunda estancia en Roma: la Capilla Sixtina

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Al poco tiempo de acceder al solio papal, Julio II encargó a Buonarroti su monumento funerario, un trabajo que, en palabras del propio artista, se convirtió en la tragedia de su vida porque el espectro de este proyecto, mil veces reanudado y nunca terminado, le persiguió durante décadas. El mismo papa le encargaría posteriormente las pinturas de la bóveda de esta estancia vaticana, conocida anteriormente como la Cappella Magna

El papa Julio II encargó a Miguel Ángel en marzo de 1505 su tumba, o monumento funerario. Este encargo, recibido justamente cuando el artista cumplía treinta años, señaló, sin duda, el punto crucial de su carrera.

Ese mismo año, y antes de que el artista finalizara la estatua de David, los obreros del Duomo le habían encargado (en abril de 1503), una serie de doce Apóstoles de mármol de aproximadamente 2,70 metros cada uno, un programa que apenas si había tenido tiempo de iniciar y que previsiblemente le hubiera debido tener ocupado durante varios años.

En el desarrollo subsecuente de su larga carrera no se vuelve a encontrar ya ningún escenario tan satisfactorio y prometedor como el que se describía en la entrega anterior entrega. No es de extrañar, por tanto, que el propio Miguel Ángel, por medio de su biógrafo Condivi, se refiera al encargo de la tumba de Julio II como la tragedia de su vida. Tragedia, por supuesto, porque no llegó a realizarse; pero también porque el espectro de este proyecto, mil veces reanudado y nunca terminado, le persiguió durante décadas.

Retrato del papa Julio II, por Rafael, 1511, óleo sobre tabla, 108,7 x 81 cm, Londres, National Gallery.

Roma, como hemos comentado anteriormente, fue adquiriendo cada vez más un papel creciente como foco de la vida italiana y en buena medida de toda la cristiandad tras el final del Cisma de Avignon, un proceso que se aceleró durante la crisis peninsular de la última década del siglo, que Alejandro VI supo aprovechar para consolidar el papel político del papado. Sin embargo, en Italia e incluso en Roma el segundo papa Borgia seguía siendo visto como un extranjero. Su sucesor, Francesco Piccolimini, era italiano y pertenecía a una familia sienesa de hombres de letras que había dado varios prelados y un Papa, pero vivió solo veintiséis días tras su nombramiento. Estos precedentes explican las expectativas que despertó la nominación de Julio II. Giuliano della Rovere, también italiano, político y militar, tenía un perfil diferente al del sabio franciscano, Pío III, cuyo pontificado había sido tan breve. El nombre de Julio, que había elegido al acceder al pontificado, en una época de apogeo de los estudios humanísticos y en la ciudad donde la primera dinastía imperial había llevado ese mismo nombre familiar, era ya un programa político. La restauración de Roma en su grandeza antigua iba a ser la preocupación central de su pontificado.

El monumento funerario que Julio II encargó a Miguel Ángel al poco tiempo de acceder al solio papal, con la manifiesta intención de decidir y controlar con tiempo suficiente su forma y estilo, era la contribución más personal del nuevo Papa al programa de monumentalización del Vaticano, que sus predecesores habían iniciado. El monumento funerario, ubicado casi siempre en una capilla lateral de una iglesia, fue un tipo bien conocido durante la Edad Media; sin embargo, al encargar a Buonarroti el suyo, Julio II pensaba en algo radicalmente distinto por su carácter y sus dimensiones. Si se hubiera llevado a cabo, habría sido un túmulo exento, dispuesto (quizá) en la nave central de la Iglesia de San Pedro (la medieval, no la que ahora vemos), cuya decoración hubiera requerido unas cuarenta estatuas de tamaño natural, sin contar los elementos arquitectónicos y los relieves.

Pareja de figuras simulando bronce en uno de los triángulos de la bóveda de Capilla Sixtina, fresco de Miguel Ángel, 1511.

El artista recibió un adelanto de 1.000 ducados para iniciar los preparativos: elegir el mármol de Carrara, contratarlo, supervisar su extracción y transporte hasta Roma, almacenarlo allí y montar un taller junto a la plaza del Vaticano, donde podría ser visitado frecuentemente por el Papa. Unos preparativos que le ocuparon algo más de doce meses, durante ocho de los cuales estuvo en Carrara. Durante este tiempo la relación con Julio II se fue deteriorando. Hoy en día es difícil saber en qué grado se trataba de un conflicto personal, como quiere la leyenda iniciada por Condivi y Vasari y magnificada por la literatura popular posromántica. Lo indudable es que debió de haber conflicto y fascinación mutua entre estas dos personalidades tan representativas de una época que situaba el carácter y la energía de la voluntad en el centro del sistema de valores. Y también es indudable que el conflicto superaba lo personal; el Papa, por una parte, tenía razones objetivas y de peso para abandonar el proyecto (el monumento funerario no tenía cabida en el edificio diseñado por Bramante para la reforma del templo de San Pedro), mientras Miguel Ángel, por otra, pensando en la oportunidad que el encargo suponía para su carrera artística, se resistía encarnizadamente a aceptar la realidad.

La ruptura fue dramática, teatral, como tantas veces habría de ocurrir durante la vida de Buonarroti. El escultor, que al parecer se había endeudado seriamente en los preparativos, tuvo que enfrentarse, según relata Condivi, con la morosidad de los administradores económicos pontificios. Irritado y humillado, Miguel Ángel escapó clandestinamente de Roma y volvió a Florencia poco antes de que se pusiera la primera piedra de la nueva Basílica de San Pedro el 18 de abril de 1506. Durante ese verano, mientras iban y venían embajadas, órdenes y misivas diversas de Julio II, retomó el programa de los doce profetas. De esa época debe ser, según Tolnay, la estatua de San Mateo, que se conserva en Florencia en el Museo de la Academia. Por su grado de inacabado, esta escultura se asocia muchas veces a los “esclavos”, destinados precisamente a la tumba de Julio II, que se conservan en el mismo museo, aunque estos fueron ejecutados casi treinta años más tarde.

Entrega de las llaves a san Pedro, del episodio de la Vida de Moisés, por Pietro Perugino, 1481-82, fresco de la Capilla Sixtina. Estas pinturas fueron encargadas por Sixto IV.

Sixto IV: la Capilla Sixtina

Francisco della Rovere, elegido Papa bajo el nombre de Sixto IV en 1471, había dado un gran impulso al programa de consolidación y monumentalización del Vaticano. Su aportación más importante había sido la demolición de la vieja Grande Cappella o Cappela Magna y la construcción, en el mismo lugar y para las mismas funciones, de un edificio nuevo que, andando el tiempo, vino a conocerse, por el nombre del Papa, como Cappella Sistina.

Las actividades litúrgicas del Papa se desarrollaban en el siglo XV según un esquema tripartito en cuanto a los espacios usados. Para la misa diaria y los actos de culto y devoción más personales usaba la llamada Cappella Segreta, que formaba parte de sus aposentos privados. La llamada Grande Capella (edificio) se usaba para los actos litúrgicos en que participaba la Cappela Pontificia (órgano de la Curia), un grupo de alrededor de 200 personas, entre 20 cardenales residentes, los embajadores y los visitantes más destacados, en resumen, el espacio litúrgico de la corte papal. Era lógico que este espacio, de funciones en parte religiosas y en parte áulicas, ocupara la atención preferente de los pontífices de finales del siglo XV.

Las Tentaciones de Cristo, del episodio de la Vida de Cristo, por Sandro Botticelli, 1481-82, fresco de la Capilla Sixtina.

Sixto IV ordenó en 1477, en atención a su estrechez y mal estado, la demolición de la vieja Grande Cappella. El nuevo edificio se levantó en el mismo sitio con asombrosa rapidez. El primer acto de culto se celebró el 9 de agosto de 1483, aniversario de la elección del Papa. Construida en ladrillo y mortero como los antiguos monumentos romanos, su volumen y altura dominaban, cuando Miguel Ángel llegó a Roma, tanto el viejo edificio de la basílica de San Pedro como las dependencias del palacio pontifial. En su interior se superponen tres niveles. La Capilla propiamente dicha, situada en el centro, es un gran espacio paralelepipédico cubierto por una bóveda. En la mitad aproximadamente de la altura una cornisa de suficiente vuelo como para permitir el paso de una persona recorre todo el perímetro, o mejor dicho, lo recorría antes de que Miguel Ángel eliminara la parte correspondiente al muro del altar, cuando la reconstruyó en 1535 para pintar el fresco del Juicio Final.

Cuando Sixto IV inauguró la capilla, el proyecto de decoración pictórica estaba probablemente terminado. Los 16 paños rectangulares del orden bajo estaban pintados con colgaduras fingidas de brocado que llevaban las armas del Papa (con el roble que constituye el emblema familiar de los Della Rovere). Bastante más tarde, en el segundo decenio del siglo XVI, León X encargaría a Rafael para ese lugar los famosos tapices con episodios de la vida de san Pedro y san Pablo.

El Juicio Final, por Miguel Ángel, 1537-41. La historia del comienzo del trabajo presenta algún problema historiográfico, la documentación atestigua que el andamio se montó en abril de 1535, aunque hay testimonios de que el artista no empezó a pintar hasta un año después.

En los 16 paños del primer orden había grandes “historias” pintadas al fresco. Siguiendo una tradición litúrgica que se remonta a las primeras basílicas cristianas de Roma, los frescos ponían en paralelo el Antiguo y Nuevo Testamento. Así, en la Capilla Sixtina, el muro de un lado muestra episodios de la vida de Moisés, “dador “ de la Ley antigua o “escrita”, y el del lado opuesto, episodios de la vida de Jesús, “dador” de la gracia o Ley nueva, envangélica. La demolición y sustitución del muro del altar por Miguel Ángel en 1535 ha dejado actualmente la serie reducida a 14 frescos. Solo 12 de ellos se conservan en su estado original; los dos correspondientes al muro de entrada fueron pintados de nuevo, con los mismos motivos iconográficos, a finales del siglo XVI, cuando se hizo una importante restauración del muro.

El programa iconográfico se completa con una serie de figuras, pintadas en nichos fingidos, dispuestas a ambos lados de cada una de las ventanas sobre la gran cornisa y debajo de la bóveda. Representan a los primeros papas, los anteriores al decreto de Constantino, desde Pedro, Lino y Cleto (ausentes hoy estos tres porque estaban pintados en el muro del altar donde ahora está el Juicio Final) hasta Marcelo.

Bóveda de la Capilla Sixtina (fragmento), por Miguel Ángel, 1508-1512, fresco, Roma, Museos Vaticanos, Ciudad del Vaticano.

Los frescos murales de la Capilla Sixtina tienen un papel importante en la historia del arte. Sixto IV confió los encargos a Piero Perugino, Cosimo Rosselli, Domenico Ghirlandaio, Sandro Botticelli y Luca Signorelli. La estancia en Roma de estos artistas, junto con los miembros de sus talleres, a comienzos de la década de los ochenta dio, sin duda, un impulso importante a la función que Roma empezaba a desempeñar como foco central y escenario de la síntesis estilística del Alto Renacimiento.

Rivalidad con Bramante

Si consideramos que la decoración de la Capilla Sixtina estaba completa, y que era una obra iconológicamente adecuada y reciente, aunque su estilo quizá podía empezar a ser considerado algo anticuado, no se acaban de entender las razones que movieron a Julio II a encargar a Miguel Ángel que pintara de nuevo la bóveda. Vasari y Condivi dan una explicación que es, probablemente, la que el propio Miguel Ángel quiso transmitir a la posteridad. Según ellos, quien tuvo la idea y logró convencer al Papa, mientras Miguel Ángel estaba en Bolonia, fue Bramante. Sus motivos habrían sido poco confesables: convencido de que la carrera del joven Rafael, su protegido, estaba siendo eclipsada por la de Buonarroti, habría tratado de arrebatar al escultor florentino el encargo de la tumba de Julio II, para impedir que confirmara ya definitivamente su reputación, y le habría forzado a realizar en cambio, para que fracasara, un difícil trabajo al fresco.

Boceto de la planta de la basílica de San Pedro (Roma), por Bramante, h. 1505-1506.

Una explicación que pone de manifiesto la bien conocida neurosis de Miguel Ángel respecto a Bramante y Rafael, aunque no debemos de pasar por alto algunos elementos verosímiles como el hecho de que Bramante tuvo un papel activo en la suspensión del encargo de la tumba porque era un proyecto que se acomodaba difícilmente con el suyo propio para el edificio de la nueva basílica de San Pedro. Como también sabemos que juzgaba a Buonarroti incapaz de pintar la bóveda y así se lo comunicó al Papa, un hecho que conocemos por una carta de Piero Roselli (maestro de obras del Vaticano) dirigida al propio Miguel Ángel el 10 de mayo de 1506. Una carta que, por cierto, demuestra que Julio II tenía ya entonces la intención de hacerle el encargo a pesar del escepticismo de Bramante, así que es verosímil pensar que el Papa pensara compensar con este encargo a Buonarroti por la suspensión de la tumba. Sin embargo, hay que reconocer que estas razones carecen del peso suficiente para explicar la decisión de Giuliano della Rovere de sustituir, aunque fuera de forma parcial, pero con alto coste, la obra que, terminada apenas veinticinco años atrás, había epitomizado las ambiciones políticas y artísticas de su tío Francisco.

La bóveda de Miguel Ángel

Lo cierto, en todo caso, es que, tras realizar una estatua en bronce de Julio II en Bolonia, el artista regresó a Florencia en marzo de 1508, pero a finales de ese mismo mes o comienzos del siguiente fue llamado a Roma por el Papa y el 10 de mayo de 1510 firmaba el primer recibo a cuenta de los frescos de la bóveda y en una carta del 13 de mayo el artista encarga una importante cantidad de pigmentos a Florencia. En julio estaba terminado el andamio (otro conflicto con Bramante, que también relata Vasari). Sin embargo, apoyándose en la documentación, Tolnay propone la hipótesis de que el artista no empezó a pintar hasta enero de 1509, por lo que parece razonable suponer que los meses transcurridos se emplearon, no solo en preparar la base del fresco (el ariccio), sino en reparar la bóveda.

Detalle de la escena del Sacrifio de Noe.

Según los testimonios de la época, el encargo de Julio II tenía como objeto la representación de los doce apóstoles. Esto parece ser en efecto el único elemento iconográfico que en términos teológicos cabría imaginar como completamente congruente al programa de Sixto IV, es decir, los apóstoles habrían formado un eslabón lógico entre los episodios de la vida de Jesús y la serie de los primeros Papas. Pero, finalmente, el tema escogido por Miguel Ángel es la historia del mundo y de la humanidad antes de la venida de Cristo, en clave o interpretación neoplatónica.

Miguel Ángel idea para la bóveda de cañón rebajada una compleja arquitectura simulada para desarrollar las historias del Génesis, una narración que se desarrolla en más de 500 metros cuadrados, desde el extremo del altar hasta la puerta de entrada de la capilla. Un trabajo que realizó sin ayudantes y que finalizaría en 1512.

La historiografía de los últimos años ha tendido a privilegiar los aspectos iconológicos de las innovaciones de Miguel Ángel. En mi opinión, la ruptura que trajo consigo fue, sobre todo, visual y estilística.

Continuidad iconográfica

En cuanto a la iconografía hay que señalar que hubo una mayor continuidad de la que a veces se supone respecto al programa de Sixto IV. Si este había tratado de ilustrar los paralelismos entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, Julio II complementará este gran esquema teológico con la historia de mundo premosaico (ante legem): la creación de mundo, la creación del hombre, la tentación, la caída y expulsión del Paraíso, y por su relevancia como nuevo pacto de Dios con la humanidad, la historia de Noé.

El profeta Jeremías.

En definitiva, las relaciones de analogía que tejen la red de correspondencias entre las dos series de frescos promulgados por Sixto IV, se extienden ahora a un tercer término con la serie representada en la bóveda. Desde esta perspectiva la serie de los profetas y videntes es efectivamente más adecuada de lo que lo hubiera sido la serie de los apóstoles, puesto que habían sabido ver y profetizar, desde antes de la Redención, el advenimiento de la Redención. La inclusión de las cinco sibilas, junto a siete profetas, en esa serie no tiene nada de singular porque estas sacerdotisas del mundo antiguo, que poseían el don de ver el futuro, habían jugado un papel importante en la apologética de los Santos Padres desde la época del Bajo Imperio.

Puede afirmarse, en conclusión, que el programa iconográfico de la bóveda de la Sixtina ilustraba creencias y contenidos doctrinales de carácter eminentemente teológico. Hay que tener en cuenta además que la teología de la época era, en contraste con la medieval que la precedió y la de la Reforma que la siguió, culturalmente abierta, de talante optimista respecto de la naturaleza y futuro del ser humano, y estaba sometida a una fuerte influencia de la patrística griega, y a través de ella, de la filosofía griega antigua.

Detalle de la escena de la Separación de la luz de la oscuridad.

El programa, considerado en su conjunto final, sumando al proyecto de Sixto IV el de Julio II, ilustra el núcleo central de la doctrina cristiana de todas las épocas, algo que podría resumirse en ver al ser humano como objeto de un acto admirable de creación y otro, más admirable todavía, de regeneración.

En cuanto a la cuestión tantas veces debatida, de si el programa iconográfico fue imaginado por el propio Miguel Ángel o por alguna otra persona, lo más probable es que el artista, una vez iniciada la idea general por Julio II, hablara del asunto con alguna autoridad delegada, lo comentara y buscara asesoramiento en la Curia y que, finalmente, el proyecto final, presentado por medio de dibujos, esquemas y explicaciones orales, se sometiera a la aprobación del Papa. Inevitablemente, debían quedar a la discreción del artista, aspectos de detalle más o menos importantes, como es la apariencia visual, la manera de presentar las historias, componerlas, definir su carácter y atmósfera, calcular su impacto visual.

Escena de la Creación de los astros y las plantas.

Escena a escena

La bóveda está dividida en distintas secciones, los elementos arquitectónicos simulados consiguen multiplicar los marcos de la bóveda y separan las nueve escenas más complejas, las del Génesis (La embriaguez de Noé; el Diluvio Universal; El sacrificio de Noé; Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso; La creación de Eva; La creación de Adán; Separación de las aguas y la tierra; Creación de los astros y las plantas, y Separación de la luz de la oscuridad), que se pueden agrupar por trípticos (las tres primeras narran la Creación del Mundo, las tres siguientes relatan la Creación del Hombre y su expulsión del Paraíso y, las tres últimas, ilustran la historia de Noé). Sobre los lunetos de las ventanas y las enjutas laterales están los antepasados de Cristo, en los triángulos se sitúan los tronos de los Profetas y las Sibilas y, finalmente, en las pechinas están las cuatro escenas de la Salvación del pueblo de Dios. Al entrar a la capilla por la puerta principal, la primera escena que ve el visitante es La embriaguez de Noé, es decir, las escenas están pintadas en el orden inverso.

Escena de la Separación de las aguas y la tierra.

Aunque la narración empieza del altar hasta la entrada, Miguel Ángel empezó el trabajo desde la pared de la entrada hasta el fondo del altar.

La primera escena que llevó a cabo fue probablemente el Diluvio Universal,que recuerda por los desnudos a La batalla de Cascina, aunque el tratamiento es mucho más atmosférico y dramático que el que suponemos en la obra florentina. En palabras de Vasari: “(…) aparecen diversas muertes de hombres, que, movidos por el temor de esa jornada, intentan como pueden por diversas vías salvar sus vidas. Es esta la razón por la cual en los rostros de esas figuras se ve cómo la vida es presa de la muerte, así como del miedo, del temor y del desprecio de toda cosa”.

Escena de El Diluvio Universal.

Un viento violento cruza la escena de izquierda a derecha; ese intento de representar lo que, siendo inmaterial, no tiene forma es nuevo para Buonarroti, y no se volverá a repetir. Tampoco se volverá a repetir la crueldad atroz que clava nuestra mirada en la pelea de la barca a la deriva, allí donde se cruzan las diagonales de la composición. Más que figuras son gestos lo que vemos, de llamada, desesperación, violencia o amor. El más memorable es esa madre poderosa y triste que en primer término a la izquierda abraza y sumerge en el microcosmos cálido de su manto a su hijo (y el niño empieza a sonreír) es un gesto que volveremos a encontrar al final de los frescos de la bóveda y al final de la vida del artista. Unos pocos años después, Rafael envolverá en su perfil a la Virgen Sixtina. Otras dos escenas de la historia de Noé (La embriaguez de Noé y El sacrificio de Noé) están representadas en los recuadros pequeños situados a ambos lados de la grande.

Detalle de la escena La embriaguez de Noé.

Junto a estas dos historias de Noé, Miguel Ángel pinta los primeros cuatro medallones de bronce y los primeros cuatro pares de ignudi, que animados por una vida interior propia, ignoran todo lo que les rodean, se ignoran incluso entre sí. Más abajo, están los profetas Zacarías, Joel e Isaías y las sibilas Délfica y Eritrea.

Estilísticamente, quizá la figura más representativa y mejor conocida de este arranque “florentino” de la bóveda Sixtina sería la Síbila Délfica. Su comparación con la Virgen del Tondo Pitti (representada según los atributos de una vidente) permite ver la conexión estilística entre estas dos obras de cronología no muy lejana.

Sibila Délfica.

Con La tentación y La expulsión del Paraíso o Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, Miguel Ángel decidió incluir dos episodios narrativos en una sola escena. Los precedentes medievales para esta decisión eran abundantes, pero al aumentar la escala de las figuras el artista aumentó también el efecto del arcaísmo estilístico, un efecto que se acentúa más por la escasa presencia de la vida vegetal. Condivi se maravilla por la expresividad del contraste entre la aridez del desierto exterior y la frondosidad del Paraíso, aunque es difícil estar de acuerdo con él en esto último porque no se puede evitar la impresión de que, si no lo hubiera necesitado para su historia, Miguel Ángel habría eliminado incluso el Árbol del Bien y del Mal, y aun así lo poco que muestra de él está casi todo oculto por el bulto tremendo de la serpiente. Esta es una de las escenas donde resulta más evidente el rigor de la limitación del vocabulario buonarrotiano al cuerpo humano, y solo al cuerpo humano.

La tentación y La expulsión del Paraíso o Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso.

La creación de Eva ocupa exactamente el recuadro central de la bóveda. Algunos autores han visto en ello un significado especial. Eva, nuestra primera madre, predecesora de María, puede ser vista teológicamente como una figura de la Iglesia. Dos circunstancias contribuirían a apoyar esta hipótesis, la primera es que la Sibila que corresponde a este recuadro es la Cumea, es decir la italiana, y la segunda, que la escena alberga la primera presencia del Sumo Hacedor en la secuencia narrativa. Sea ello como fuere, la compañía de los dos frescos grandes y más famosos que lo flanquean ha tendido a eclipsar injustamente la calidad de este fresco, que es bellísimo. La figura del Dios Padre está inspirada, como se ha dicho repetidamente, en la que pintó Massaccio para la Iglesia del Carmine; sin embargo, la belleza de esta nueva invención de Miguel Ángel no reside tanto en el juego de las masas como en el fluir de las líneas y sus correspondencias. Más importante aún es el color. Es aquí donde realmente asistimos a la gran inflexión en la secuencia. Y lo más importante, a partir de La creación de Eva, Buonarroti cambia el registro emocional, y una de las claves esenciales de este cambio debe verse en el hecho de que el tono dominante sea, a partir de ahora, un color que Wilde calificó como indescriptible, el del manto de Dios.

Escena de La creación de Eva.

La creación de Adán, cronológicamente, es el cuarto de los paneles que representan episodios del Génesis y fue de los últimos en ser completados, seguramente el primer fresco realizado en la tercera temporada de trabajo, entre enero y agosto de 1511. Seguramente es la imagen pictórica más conocida de Miguel Ángel y en ella alcanzan su culminación las fuerzas que hemos podido ver latentes en los dos episodios anteriores. Hoy entendemos esta escena, su sentido, como el paradigma mismo de la creación de la vida. Fue el agudo crítico británico Walter Pater quien, en 1871, destacaba la fortaleza y la dulzura, “en los fuertes encontrarás la dulzura”. Y prosigue: “Es inherente a la calidad de su genio el hecho de que lo que le interesara exclusivamente fuera la creación del hombre. Para él esta acción no es, como en la Biblia, la última de una serie, sino la primera y única acción, la creación misma de la vida en su forma suprema (…). Con él el comienzo de la vida parece una resurrección”.

Escena de la La creación de Adan.

Durante esta misma temporada de trabajo, Miguel Ángel pintó los ignudi más furiosos, más violentamente poseídos, y los videntes más monumentales de la bóveda. El último profeta es Jeremías. Su cuerpo de gigante apenas cabe en el trono. Mientras los profetas que le preceden en la serie, Daniel, Ezequiel e Isaías, se agitan al recibir la súbita iluminación del futuro; Jeremías, que ve en él la destrucción de Jerusalén, se desploma sobre su bloque de mármol. Dentro de la producción de Buonarroti se han visto varios autorretratos, Clements propone como uno de ellos este Jeremías.

El profeta Ezequiel.

Jonás, aunque sea uno de los profetas menores, profetiza la futura venida del Redentor, no de palabra, sino de obra. Si Miguel Ángel leyó, como es probable, el libro de Jonás debió llamarle la atención su tono, tan diferente del resto de los profetas. La voz, llena de ira, y a la vez de cálida confianza, con que se dirige a Dios. Y la de Dios; no hay en el Antiguo Testamento una voz más personalmente paternal, más parecida a la que Miguel Ángel hubiera querido oír.

El profeta Jonás.

Los dos últimos frescos del Génesis, la figura de Jonás y las escenas de las dos pechinas que coronan el muro del altar ponen de manifiesto un lenguaje pictórico cuya novedad y complejidad sobrepasa con mucho el nivel de comprensión de los contemporáneos de Miguel Ángel; pero podían apreciar una cualidad que salta a la vista: el virtuosismo técnico. Tanto Condivi como Vasari concluyen su descripción de la bóveda con una alabanza del escorzo de la figura de Jonás. Citaré el texto de Vasari, más elocuente y preciso: “¿Pero quien no admirará y se quedará estupefacto viendo la terribilità de Jonás, donde la fuerza del arte (vence a la naturaleza), ya que la bóveda, que por su naturaleza se viene hacia delante, separándose del muro, empujada (ópticamente) por esa figura, que se echa hacia atrás, parece vencida por el arte del dibujo y de las luces y que realmente se curve hacia atrás?”

La figura de Jonás es quizá, inmediatamente después de la del Juez Supremo, la primera que capta la atención del visitante cuando entra hoy en la Capilla Sixtina. Curiosamente, parece entablar un diálogo entre la bóveda y el fresco del Juicio Final inmenso que Buonarroti había de pintar más de un cuarto de siglo más tarde, en el muro del altar.

Judit y Holofernes, 1508-1512, fresco.

El andamio se desmontó y la bóveda fue desvelada el 14 de agosto de 1511. Justo a tiempo para las Vísperas de la Asunción. Pero quedaba por hacer una última parte, los lunetos y (aunque no todo los autores están de acuerdo en ello) las pechinas. Estas partes requerían un andamio perimetral y de menor altura.

Miguel Ángel las pintó entre octubre de 1511 y octubre de 1512. En el programa iconográfico se había reservado para esta parte la representación de la genealogía de Jesús desde Abraham, tal como la da el Evangelio de San Mateo, una larga lista de personajes, alguno famoso como el rey David, pero otros, la mayoría, oscuros; de algunos la Biblia no da más que el nombre. Desde el punto de vista teológico, la función de estos personajes, meros eslabones de una cadena que culmina con Jesús, es, esencialmente, pasiva. Son los testigos de un tiempo oscuro, de espera, y así es como los representa Miguel Ángel.

Luneto con las figuras bíblicas de Aquim y Eliud, según el Evangelio de San Mateo, 1509, fresco.

Los lunetos son las únicas partes que el artista pudo pintar en una superficie vertical. Su ejecución es muy libre. Los análisis técnicos llevados a cabo durante la restauración de 1984-94 revelaron que en muchos casos el artista pintó las figuras directamente en la pared, sin hacer uso de cartones. La paleta se aleja de la usada en las escenas de la Creación para retroceder a Ghirlandaio. Para el artista, el estado de ánimo es otro; la modulación del color no tiene ya nada que ver con la de la pintura de juventud. Hay una calidad como de fosforescencia en esos verdes turbios, púrpuras terrosos y naranjas inseguros.

Uno de los triángulos de la Capilla Sixtina con las representaciones de Ezequías y Roboam con Abias, 1508, fresco.

A veces encontramos una imagen inconfundiblemente buonarrotiana, como la de la madre del luneto de Josafat y Joram; pero la mayoría nos parecen extrañas. Concebidas durante un relajo de tensión, tras el esfuerzo titánico de la pintura de la bóveda, tienen algo de fantasmas de duermevela. La difícil visibilidad, la suciedad y los cambios de gusto han hecho que atravesaran sin llamar la atención el tiempo que las separa de nosotros. Descubiertas de nuevo tras la limpieza que se llevó a cabo en la restauración citada anteriormente nos muestran un Miguel Ángel que nos parece nuevo; pero es evidente que algunos artistas de la generación siguiente, como Pontormo, Rosso Fiorentino, Bronzino o Beccafumi, lo miraron con atención. La bóveda fue totalmente desvelada el 31 de octubre de 1512, para las Vísperas de la festividad de Todos los Santos.

El profeta Daniel, antes y tras la restauración.

Extracto de nuestro libro Miguel Ángel de Tomàs Llorens.

Próxima entrega: La Capilla Medici, la arquitectura y los últimos años.

3 Replies to “3. Miguel Ángel. Segunda estancia en Roma: la Capilla Sixtina”

  1. Beatriz dice:

    Totalmente entregada a las entregas de Miguel Angel
    Están fenomenal el texto ameno y a la vez didáctico y las fotos magníficas
    Enhorabuena ,y a seguir en la misma dirección

  2. Mercedes dice:

    Desde el primer artículo que habéis publicado sobre Miguel Ángel me he enganchado, he esperado cada semana la publicación del siguiente. Maravillosos los tres. ¿Supongo que este fin de semana habrá otro?. Gracias porque en estos días de confinamiento su lectura ha sido como un viaje sin salir de casa.

  3. Manel dice:

    Me encanto

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