Alonso Cano, pintor de pincel dulce

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El artista granadino, al que recientemente se ha atribuido el cuadro La Virgen leyendo, depositado en una iglesia de Madrid por el Museo del Prado, fue maestro en las tres artes mayores, que para él no eran más que distintas facetas de un único quehacer, pues entendía la pintura como el reto de representar las tres dimensiones sobre una superficie plana

Formado en la Sevilla del joven Velázquez y en la corte de Felipe IV, Alonso Cano Almansa (1601-1667) consideraba la pintura un arte superior a todas las demás, porque creaba la ilusión de volumen donde solo había un plano. Así, no ha de extrañarnos que este artista que practicó con suma maestría las tres artes llamadas mayores (pintura, escultura y arquitectura), casi como el último eslabón de los “artistas completos” del Renacimiento, nos haya legado unas obras pictóricas de excelente calidad.

De hecho, a esa producción pictórica, el historiador del arte José María Quesada le ha añadido recientemente una nueva obra: La Virgen leyendo, un lienzo atribuido al pintor Diego González de la Vega (Madrid, h. 1628-1697) que en su día formó parte del Museo de la Trinidad y que está depositado desde 1898 en la iglesia de San José de Madrid por el Museo del Prado. Habrá que aguardar a que la pinacoteca vuelva a la actividad presencial tras la crisis del coronavirus para ver si la Comisión Permanente del Patronato del Prado decide levantar temporalmente el depósito para estudiar y restaurar la pintura.

La Virgen leyendo, aunque tradicionalmente atribuido a Diego González de la Vega, el historiador José María Quesada atribuye su autoría a Alonso Cano, siglo XVII, óleo sobre lienzo, 126 x 101 cm, Madrid, iglesia de San José, depositado por el Museo del Prado.

Ternura y realismo

Alonso Cano fue un artista tierno y sentimental que se aproxima al estilo dulce y sensible de Murillo, con quien convivió, pues Cano era dieciséis años mayor y falleció quince años antes. Y estas obras, cargadas de intimidad, sensibilidad y gran ternura, especialmente en determinados temas como pueden ser las imágenes de la Virgen, por la que muestra una gran devoción, parece chocar con el Alonso Cano al que la tradición y las noticias que de él se tienen, le atribuyen un carácter irascible y hasta sumamente violento en ocasiones.

La Virgen con el Niño, por Alonso Cano, h. 1645-52, óleo sobre lienzo, 162 x 107 cm, Madrid, Museo del Prado.

Su nacimiento en Granada en 1601, con un padre ensamblador de retablos, le facilitó la cercanía de las Bellas Artes, dando muestras de una gran capacidad hacia el dibujo, de modo que cuando la familia se trasladó hacia 1614 o 1615 a Sevilla, el joven Cano se orientó a completar la incipiente formación artística adquirida junto a su progenitor.

En la capital hispalense anduvo en los talleres de Juan del Castillo, de Francisco Pacheco y, puede que también, en el de Herrera el Viejo, con lo que queda patente su formación en la estética tenebrista que practicaban aquellos maestros. Pero la entrada en esos talleres también estuvo rodeada de otra importante circunstancia, como fue el contacto, en el taller de Pacheco, con Diego Velázquez, dos años mayor que Cano, y que conformó una relación que luego continuaría cuando ambos volvieron a coincidir años más tarde en Madrid como pintores de la corte. La culminación de esa formación tuvo lugar en 1626, cuando obtuvo el grado de maestro de pintura.

Formación tenebrista

En el terreno de la estética, la etapa sevillana de Cano estuvo determinada en sus primeros momentos por las fórmulas tenebristas y naturalistas practicadas y promovidas por sus maestros, de lo que pueden ser ejemplo los cuadros pintados para el convento carmelita de San Alberto de Sevilla, que narran dos visiones de santa Teresa de Jesús, Aparición de Cristo Crucificado a santa Teresa de Jesús y Aparición de Cristo Salvador a santa Teresa de Jesús (1629, Museo del Prado).

Aparición de Cristo Crucificado a santa Teresa de Jesús y Aparición de Cristo Salvador a santa Teresa de Jesús, por Alonso Cano, 1629, Madrid, Museo del Prado.

Ahora bien, según fue transcurriendo el tiempo, la paleta de Cano se fue haciendo más colorista y aclarando, potenciando también un sentido clasicista en la composición que confirmará en su obra posterior. Como ejemplo de este tránsito se puede tener en cuenta el San Juan evangelista asistido por un ángel (h. 1635-38, Londres, The Wallace Collection), que formó parte del retablo del convento jerónimo de Santa Paula de Sevilla hasta que fue robado en 1810 por el mariscal Soult durante la francesada.

Tras un incidente con el pintor Llanos Valdés, Cano quiso poner tierra de por medio y se trasladó a Madrid, para lo que contó con el apoyo del todopoderoso conde-duque de Olivares, el insigne sevillano que facilitó el paso a la corte de otros artistas ligados a la escuela sevillana, como fue el caso de Velázquez. En 1638 ya estaba en Madrid, siendo la pintura su actividad prioritaria y con la que obtuvo el cargo de Pintor del Rey y el encargo de impartir clases de pintura al príncipe Baltasar Carlos, tarea en la que nuevamente volvió a dar muestras de su fuerte carácter, pues el príncipe se quejó al rey por el trato brusco y autoritario que le dispensaba el preceptor, cosa que, al parecer, Felipe IV trató de solventar por la admiración que sentía hacia Alonso Cano.

Dos Reyes de España, por Alonso Cano, h. 1641, óleo sobre lienzo, 165 x 227 cm, Madrid, Museo del Prado.

Estudiar la colección real

En el aspecto artístico, la llegada del pintor a la capital del reino le supuso el conocer la colección real y, así, ampliar sus conocimientos hacia lo que eran otras corrientes artísticas más allá del tenebrismo en boga en la ciudad bética. Observó las obras de los pintores venecianos, admiró los lienzos de Rubens y retomó el contacto con un Velázquez que estaba en pleno apogeo.

Todo lo que observó en la colección real y en su antiguo compañero de taller, le llevó a confirmar el cambio que anunciaba en los últimos años sevillanos y así, definitivamente, aclaró la paleta y buscó nuevas soluciones compositivas, llegando a realizar en esta etapa algunas de sus obras más significativas, bastantes de ellas marcadas por el influjo del pintor sevillano, como ocurre con el Milagro del pozo (h. 1638-1640, Museo del Prado), que puede ser considerada como una de sus obras cumbre. La misma influencia tiene el Descenso de Cristo al Limbo (h. 1655, Los Angeles County Museum of Art), aunque todavía con los restos de algún resabio manierista.

El milagro del pozo, por Alonso Cano, h. 1638-40, óleo sobre lienzo, 216 x 149 cm, Madrid, Museo del Prado.

Cabe recordar que en el transcurso de la década de los años cuarenta, Cano se vio involucrado en el célebre proceso por el asesinato de su segunda esposa el día 10 de junio de 1644. Tras recobrar la libertad por falta de pruebas, el artista hizo creer que se trasladaba a Portugal para, prudentemente, irse en realidad al otro extremo de la Península, a Valencia, para permanecer “desaparecido” varios meses del año 1646, mientras se tranquilizaban las cosas. De regreso a la corte, prosiguió la actividad pictórica, gozando del favor real, lo que le permitió llevar a cabo la composición de lienzos en los que continuó su estética más personal, orientada hacia un arte en muchas ocasiones dulzón.

Contra la mala fama

En estos años madrileños trató de lograr su seguridad personal aprovechando su buena posición ante el rey, consiguiendo ser nombrado racionero de la catedral de Granada, a donde se trasladó en 1652 para tomar posesión del cargo; sin embargo, volvió a “disfrutar” de nuevos disgustos por la oposición del Cabildo al nombramiento, dada la mala fama que había ido cosechando a lo largo de su vida. Regresó a Madrid en 1657 y logró ser ordenado sacerdote por el obispo de Salamanca a finales de 1658, pudiendo retornar a Granada, donde una orden expresa de Felipe IV hizo que finalmente el Cabildo le concediera la dignidad de racionero de la catedral.

Llega así la última etapa artística de Alonso Cano, desarrollada en Granada hasta su fallecimiento en 1667, con alguna visita esporádica a Málaga. En estos años granadinos, su producción estuvo orientada fundamentalmente a la escultura, pero no por ello abandonó la práctica pictórica, en la que se aprecia la madurez a la que había llegado y que se caracterizó por un estilo más personal, con influencia de las experiencias que había ido desarrollando en las etapas precedentes, tal como se ve en San Bernardo y la Virgen (1567-60, Museo del Prado) y en Visión de san Benito del globo y los tres ángeles (1658-60, Museo del Prado), donde la luminosidad confiere un encanto único a las composiciones, envolviendo las figuras en un ambiente cálido de inigualable belleza.

San Bernardo y la Virgen, 1657-60, por Alonso Cano, óleo sobre lienzo, 267 x 185 cm, Madrid, Museo del Prado.

Ahora bien, la obra cumbre de esta etapa fueron los siete lienzos de grandes dimensiones (aproximadamente 415 x 252 cm) que realizó entre 1652 y 1664 para decorar los nichos situados bajo las ventanas de la capilla mayor de la catedral granadina, donde representó asuntos marianos con el encanto propio de su pintura hacia esta temática, pero en los que lo más sorprendente es la composición de cada lienzo para que pudiera ser visto por los fieles desde la planta de la catedral, por lo que son figuras de gran tamaño que dominan la superficie de las telas.

Extracto del artículo escrito por Jesús CANTERA MONTENEGRO en Descubrir el Arte nº 219.

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