La gran imaginación figurativa y surrealista de Cristóbal Toral

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Toral comenzaba su “Autorretrato” verbal con esta firme proposición: “Estoy convencido de que todo arte parte de la realidad”. El arte hecho en España ha sido tradicionalmente muy realista, fiel a la percepción natural de los fenómenos. Aunque algunas de sus influencias no pertenecen a esta tradición –Rembrandt, Chagall, Magritte, Hopper–, no hay duda de que la obra de Toral entronca con ella y es “realista” –así lo han definido críticos como John Canaday en The New York Times, Carlos Von Schmidt o José Hierro, que en vista de que ningún “realismo” encajaba con la obra del artista, empleaba el término en plural, “realismos”–, pero a su vez profundamente imaginativa.

Puesto que la realidad, al igual que el ser según Aristóteles, se manifiesta de múltiples formas, Toral prefiere denominar su arte “figurativo” antes que “realista”, término más polisémico y ambiguo. En el capítulo “Leonardo y el conocimiento figurativo de la pintura”, incluido en Conocerte a través del arte (2018), argumenté que no hay arte que no sea figurativo, a excepción quizá del grado cero de la pintura, el color puro o las manchas en las que somos incapaces de distinguir cualquier forma o fenómeno, y la música. En efecto, son las diversas figuraciones las que nos permiten reconocer y distinguir, operaciones intelectuales imprescindibles, y las que al cabo crean los lenguajes por medio de los cuales nos expresamos, comprendemos y comunicamos.

La nueva colección del Archiduque, por Cristóbal Toral.

Tzvetan Todorov, para referirse a las ideas de la pintura de Goya, empleó el concepto “pensamiento figural”. Analizado con rigor, tal vez se trate de un pleonasmo, pues no hay pensamiento que de una forma u otra no sea figural o figurativo, ya que si pensar es pensar a través del leguaje, al menos si pretende desarrollarse de manera compleja, entonces el pensamiento será figural o, lo que equivale a lo mismo, una forma de expresión escrita, que abarca desde la escritura verbal a la pintura, desde la escultura al cine… Huellas cuyas formas nos permiten inteligir eso que llamamos “realidad”. O, si se prefiere, con Cassirer, “formas simbólicas”.

Por ello el antropólogo Claude Lévi-Strauss sugirió que “el abandono de la figuración en el caso de la pintura (como el de la tonalidad en el caso de la música) implica para estas artes la pérdida de la posibilidad de significar, por la simple razón de que las leyes de la figuración o las de la tonalidad no son simples convenciones que podrían sustituirse por otras, sino que se sustentan sobre umbrales fisiológicos irrebasables”.

Téngase en cuenta el contexto histórico y cultural: tras las vanguardias, con un arte cada vez más deshumanizado, según el diagnóstico de Ortega y Gasset; con el auge de la fotografía, que al reproducir de forma casi idéntica eso que llamamos realidad obliga, en cierto modo, a reconfigurar de otra manera, y el despliegue de la abstracción, no fueron muchos los artistas que se atrevieron a continuar los caminos de la figuración: Picasso, que si bien fue pionero de las vanguardias, fue el primero en retornar al orden, tal vez porque nunca creyó en el arte abstracto, Balthus, Francis Bacon, Lucien Freud… Estos son los caminos por los que se aventurará Toral, pero parece que a la realidad hay que descifrarla y sorprenderla por medio de la imaginación.

Cuenta en sus memorias que “en la década de los sesenta había fundamentalmente tres tendencias pictóricas, los informalismos importados de fuera, los academicismos más retrógrados de algunos profesores y académicos de Bellas Artes y pintores figurativos más modernos que era conocido como Escuela de Madrid o de Vallecas, entre los que estaban Vázquez Díaz, Benjamín Palencia, Francisco San José, Ortega Muñoz, etc.”. Y unas páginas antes confiesa que “lo que realmente me interesaba era llegar a hacer mi propia pintura, pues desde muy pronto tuve claro que lo importante es encontrar tu propio mundo”. Ese mundo por el que el estilo de un autor es reconocido, y que es su verdadera aportación a la historia del arte.

La Resurrección de Cristo, D’apres El Greco, por Cristóbal Toral.

En la primavera de 1966, con motivo de su primera exposición individual en el Club del diario Pueblo, el crítico Manuel Sánchez Camargo, buen conocedor de la pintura de Solana, Sorolla y la Escuela de Madrid, observó un aspecto de la obra de Toral que no ha sido suficientemente analizado: “vemos en Toral a un poeta de la pintura, pero a través de la pintura no ajena a ella, sino bien inserta en las telas, en esas telas en que asistimos a algo que no tiene, en general, el pintor español: imaginación”.

Posteriormente, este aspecto ha sido resaltado por José Manuel Caballero Bonald: además de “actualizar, poner al día, los atributos teóricos de la tradición”, anotaba el escritor a propósito de la obra de Toral, “la acumulativa incorporación de nuevos y llamativos argumentos a las inagotables creaciones de Velázquez y Goya –o de El Greco o de los maestros del tenebrismo– no es ajena a esta pretensión estética de soldar la realidad a la fantasía. Por ahí se llega a lo que podría llamarse el esplendor de la técnica de la imaginación: la capacidad inventiva de un mundo donde la realidad genera toda una serie de nuevas posibilidades interpretativas”.

Ciertamente, si uno analiza la serie de D`Aprés en los que Toral reconfigura imágenes clásicas, desde Las Meninas a la laguna Estigia de Patinir, pasando por La familia de Carlos IV, un paisaje de Ruisdael, la colección del Archiduque, de David Teniers, o La isla de los muertos, de Böcklin, se apreciará que la memoria y la imaginación de Toral operan emulando con idéntica calidad técnica la pintura de estos maestros, de manera que no cabe dudar acerca del dominio técnico, pero introduce unos elementos –maletas, siempre maletas, un niño negro, prendas y útiles de otras clases sociales, un avión y un montón de muertos, una genealogía de la pintura del siglo XX, una mujer y maletas– que contribuyen a desconcertar al espectador, que en seguida capta la ironía, el humor, la crítica.

Barca de Caronte, por Cristóbal Toral.

Esta forma de operar la imaginación se remonta por lo menos a una de las corrientes de vanguardia que mayor influencia ha ejercido durante el siglo XX hasta nuestros días: el surrealismo, del que durante 2024 celebramos el centenario del Manifiesto escrito por André Breton. Uno de los precursores, el conde de Lautréamont, había declarado en Los cantos de Maldoror (1868-1869): “tan hermoso como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Con ello tiene lugar una ruptura con la belleza como armonía, y se la inaugura como extrañeza, incluso como desconcierto.

Un antecedente de Toral en la serie de D´Après bien puede ser uno de los pintores surrealistas más reflexivos y reconocidos, René Magritte. Pienso en Perspectiva II: El balcón de Manet (1950), claramente inspirado en El balcón (1868-1869), de Édouart Manet, pero en lugar de las tres figuras humanas asomadas, como ha sido habitual representarlo en la tradición de la pintura, aparecen tres ataúdes en sus respectivos lugares, uno de ellos como si todavía estuviera sentado, lo que al efecto de lo siniestro añade unas dosis de ironía y humor. No es fortuito que posteriormente Toral le haya hecho un guiño cómplice a Magritte con Esto no es una maleta. D´Après Magritte

Esto no es una maleta II, por Cristóbal Toral.

Por consiguiente, Toral prosigue el camino clásico de la figuración, pero ensancha el realismo propio de la tradición hispánica con una imaginación surrealista que abre los ojos de la realidad bajo otra mirada alucinada, simbiosis de objetividad y subjetividad, realidad y sueño. De esta forma la imaginación se convierte en una de las llaves secretas del arte de Toral. ¿Acaso no es así tanto en las artes como en las ciencias en general? Bien sea para reconfigurar de otra forma, bien para elaborar hipótesis, la imaginación es fundamental.

Sebastián Gámez Millán

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