El famoso travelín de Manuel Mur Oti

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Supe del famoso travelín de Cielo negro (1951) en los albores de mi cinefilia. Ya entonces me llamó la atención que Manuel Mur Oti siguiera a Susana Canales -su Emilia en aquella película-, desde el Viaducto hasta San Francisco el Grande, mediante este procedimiento. Siendo ese tramo de la calle Bailén uno de los lugares del mundo que más aprecio, y estando ya convencido de aquella sentencia del gran Godard que reza que todo travelín es una cuestión moral -porque es una responsabilidad ética del cineasta decidir qué ve y cómo lo ve el espectador-, ya entonces me llamó la atención que el travelín más famoso del cine español -y como el de Truffaut por la playa de Los cuatrocientos golpes (1959) siguiendo a Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud), estudiado en las escuelas de cine del extranjero- discurriera por una de las zonas de Madrid que me son más queridas.

Pero el melodrama no es un género para cuando se tienen veinte años por muy aprendiz de cinéfilo que se sea. A esa edad apenas se sabe de la alternancia entre las sonrisas y las lágrimas que son la base del género y que, con tanto acierto, nos señala el profesor Echo (Lon Chaney) de El trío fantástico (Tod Browning, 1925) como la esencia misma de la vida. Cuando se tienen pocos años -o poca experiencia cinéfila- sólo interesan las películas resueltas con diligencia. Se exige concreción y rapidez a los argumentos. Al menos, yo así lo hacía.

Ha sido recientemente, con cincuenta y cuatro otoños y mucho más amante del cine que de la vida, cuando gracias a la encomiable programación de 8 Madrid, que la incluye en su filmoteca, he tenido oportunidad de ver finalmente los ciento diez minutos que preceden a aquel famoso travelín. Esto es, la cinta entera.

Recordaba Mur Oti que aquel travelín, en su momento, fue todo un escándalo. Para que la lluvia artificial se fotografiara debidamente al caer sobre Emilia, corriendo ávida de vida hacia San Francisco el Grande, Manuel Berenguer -el director de fotografía- dispuso que el agua, que desde un depósito habilitado al efecto caía sobre la actriz, fuese mezclada con leche. De este modo, al tener una tonalidad más blanquecina, se impresionaría mejor en la película.

Naturalmente, a los paladines de los pobres, los huérfanos y todo eso, les faltó tiempo para poner el grito en el cielo. Aquellos eran los días de la España de Carpanta y las cartillas de racionamiento. Ante ese panorama, que los del cine desperdiciaran no sé cuántos litros de leche, con todos los niños que no comían, supuso la indignación de las beatas y los caritativos, que se llamaba entonces a los solidarios de nuestros días.

Afortunadamente, para solaz de las escuelas de cine del mundo entero y de mi propio desaliento de hace unos días, el famoso travelín se quedó en su sitio. Colofón a la serie de desdichas de Emilia que jalonan el argumento -está quedándose ciega y es despedida de su trabajo en una tienda de modas, con el que mantiene a su madre enferma, cuando coge un vestido para ir a una verbena en Las Vistillas con un hombre que no la quiere-, el famoso travelín de Mur Oti es un enunciado moral en toda la regla. A punto de precipitarse al vacío desde el viaducto, donde tradicionalmente pusieron fin a sus días tantos madrileños desesperados antes de que el ayuntamiento instalara una mampara para impedírselo, Emilia recapacita y va corriendo hasta la iglesia de San Francisco el Grande, mientras el tomavistas la precede en el célebre travelín, para postrarse arrepentida ante el altar, ávida de vida por muy difícil que sea.

Mi madre, tan católica como yo ateo -sin duda en relación directamente proporcional-, me decía que es así como se rinden ante el Altísimo los pecadores arrepentidos. En memoria de ella no entraré en consideraciones sobre la moralina piadosa de la secuencia. Con todo, he de apuntar que vista Cielo negro en horas de desaliento y al cabo de esa alternancia entre las lágrimas y las sonrisas que son la esencia de la vida, el célebre travelín me devolvió un entusiasmo desesperado por la existencia, esa avidez de vida que expresa. Así pues, en contra de todos los necios que creían una ocurrencia de Godard aquello de que «un travelín es un enunciado
moral», Mur Oti nos lo demuestra en el final de Cielo negro.

Hubiese sido una auténtica inmoralidad que, por mostrarnos esa carrera en una sucesión de planos fijos, o en otro plano de gran belleza plástica con el tomavistas subido a una grúa, el cineasta nos hubiese sustraído ese amor a la vida, aun sin motivos objetivos para ello, que su célebre travelín nos alienta. Los caritativos, con sus niños que no comían, podían decir misa. Y los cinéfilos de pacotilla, que ese mismo año alababan el execrable ruralismo de Surcos, de José Antonio Nieves Conde, más de lo mismo.

Javier Memba

javiermemba@gmail.com

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