A través de la exposición La infancia descubierta el Museo del Prado recuerda la importancia del género del retrato infantil en el siglo XIX fijándose en dos núcleos clave durante el Romanticismo: Madrid y Sevilla. Son ocho obras y se reúnen en torno a un lienzo de Antonio María Esquivel, que se presenta ahora por primera vez al público. La mirada de los pintores es cómplice de determinados valores de la Ilustración
La (buena) culpa de esta exposición puede atribuírsela al lienzo de Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857) que retrata a una pareja de hermanos. El Museo del Prado lo ha adquirido este año y esta es la primera vez que se presenta al público. A su alrededor, o tomándolo como excusa, el comisario Javier Barón, jefe de Conservación de Pintura del siglo XIX, ha articulado esta pequeña muestra de ocho obras fechadas entre 1842 y 1855. Todas ellas forman parte de las colecciones del museo y son retratos de la infancia recogidos de la época isabelina de dos núcleos importantes del Romanticismo en España: Madrid y Sevilla. De las ocho solo una, el retrato de Federico Flórez y Márquez, realizado por Federico de Madrazo y Kuntz (1815-1894) -gran representante de los pintores establecidos en la corte-, sí está habitualmente expuesto, pero los otros siete quedan en la reserva, por lo que esta es una buena oportunidad para acercarse a ellos.
Barón explica que el retrato infantil surge en la pintura española a finales del siglo XVIII, se desarrolla con más fuerza en el XIX y lo hace en relación a la defensa de la niñez por parte de la Ilustración y especialmente por parte de Jean-Jacques Rousseau. El niño tiene interés y autonomía propios, «y no solo como proyecto de hombre como anteriormente se les había considerado». Las virtudes asociadas a la niñez -espontaneidad, gracia, inocencia, falta de contaminación por los aspectos negativos de la civilización- son muy valoradas, y en la pintura se reflejan en detalles como la elección de lo natural en los fondos. Vicente López (1772.1850), el decano de esta exposición, todavía trata a la niña que retrata -la que será marquesa de Barbançon- como una dama en miniatura, pero incorpora el paisaje: inserta la figura (en la que se reconoce influencia del Romanticismo inglés) en un rincón oscuro de un bosque.
La actitud algo afectada de esta niña poco tiene que ver con el cuadro que, como decíamos antes, da pie a esta exposición. El retrato de Esquivel es reconocido por el Prado como una obra que «encarna por sí sola los ideales liberales, de raíz rousseauniana, acerca de la educación libre […] defendida por el padre de los niños retratados». Este es el periodista y escritor cubano José Güell (1818-1884), quien en su libro Lágrimas del corazón dedica a su hijo Raimundo un poema, que bien podría haber inspirado la composición de esta obra: “No te importe vivir en la pobreza./Si puedes aspirar al aire puro./Y ver la luz del sol y la grandeza/De la noche que llena el cielo oscuro/[…].» El modo de presentar a los que eran los sobrinos del rey es muy moderna y está vinculada a las ideas de Rousseau: semidesnudos cubiertos con pieles en un bosque liberando a los jilgueros de una jaula y acompañados de un perro con un collar en el que se puede leer la palabra LIBRE. Esquivel representa en esta exposición, junto a Valeriano Domínguez Bécquer (1834-1870) con un retrato con una fuerte influencia de Murillo, el foco sevillano.
Nos detenemos también en la otra pareja de hermanos de la muestra, Manuel y Matilde Álvarez Amorós, retratados por Joaquín Espalter y Rull (1809-1880) en un óleo que recoge la moda europea de la época de retratar a los niños en parques. En esta obra destacan aspectos como la reproducción de las telas que hablan de la calidad plástica de este pintor que no escatima en detalles. El lienzo de Carlos Luis de Ribera y Fieve (1815-1891) recoge con un dibujo preciso y de brillante cromatismo a una niña en un paisaje. En esta obra, Barón reconoce influjo francés.