Figurar con la luz de los colores: Iturrino y Matisse

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En el Museo Carmen Thyssen Málaga coinciden muy atinadamente dos exposiciones de estos dos creadores, La furia del color  y Jazz, porque reflejan el tránsito de la tradición a las vanguardias o, si se prefiere, la vanguardia de la tradición de dos brillantes artistas que fueron amigos y en los que predominó el color sobre la línea

¿Dibujo o color? Al menos desde el Renacimiento se ha discutido qué debe prevalecer, si el dibujo sobre el color o el color sobre el dibujo. Los artistas de la toscana y de la Italia central se inclinaban por la línea, bajo la premisa de que el dibujo es el fundamento de la pintura –y de la escultura y de la arquitectura–, mientras que los venecianos preferían la luz y la sensualidad de los colores. Este debate atraviesa la historia del arte y aún persiste, y me atrevo a conjeturar que persistirá.

La línea representa la abstracción, la espiritualidad, la idea, el cálculo, la geometría. En cambio, el color representa la materia, los cuerpos, la pasión, el primitivismo. Aunque todavía coexistan ambas tendencias, a la luz de la pintura del siglo XIX hasta nuestros días (piénsese en Turner, Delacroix, Manet, Monet, Van Gogh, Gauguin, Cézanne, Matisse…), se diría que ha vencido el color sobre la línea.

No obstante, como certeramente sostuvo Juan José Saer, “las dos actitudes que, si se reflexiona a fondo, están siempre presentes en toda obra de arte y son complementarias, tienden, por caminos ilusoriamente contradictorios, a un mismo fin: arrancar una veta exigua de luz de un yacimiento infinito de tiniebla”[i]. En efecto, siempre hay dentro del espacio que delimitan las líneas algo de color, así como entre los límites de un color y otro resplandece la figuración, que nos permite distinguir y reconocer.

Sobre estas líneas, El baño (Sevilla), por Francisco Iturrino, h. 1908, óleo sobre lienzo, 200 x 174 cm, Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga. Arriba, de izquierda a derecha, La cascada (Jardín de La Concepción), por Francisco Iturrino, h. 1913-19, óleo sobre lienzo, 58 x 44 cm, Colección Zorrilla Lequerica, e Ícaro, ilustración n.º 8 del libro Jazz, por Henri Matisse, 1947 © Succession H. Matisse / VEGAP 2018.

A la pregunta de cuál de las dos actitudes artísticas es mejor (¿acaso no depende esto en realidad de para qué fin?), tenemos que responder que depende de cómo se haga la línea y/o el color, ya que esa combinación de técnica y algo que va más allá que es el arte reside en el indescifrable y misterioso “cómo”. Luego está el juicio de gusto estético del espectador, que puede decantarse más por la perfección del trazo o por la pasión de los colores según muy diversos factores y circunstancias, si bien hay grandes artistas entre los unos y los otros.

Estas reflexiones surgen tras visitar dos exposiciones que atinadamente han decidido que coincidan en el mismo espacio y tiempo en el Museo Carmen Thyssen de Málaga: La furia del color. Francisco Iturrino (1864-1924) y Henri Matisse. Jazz. Califico de atinada la decisión por una serie de razones: en primer lugar, porque refleja el tránsito de la tradición a las vanguardias o, si se prefiere, la vanguardia de la tradición de dos brillantes artistas que fueron amigos y en los que predominó el color sobre la línea.

Y, en segundo lugar, porque se reivindica a un pintor poco conocido a pesar de que puede considerarse uno de los más destacados de su época en España. Con ello el Museo Carmen Thyssen consigue un doble propósito: por un lado, investigar, conocer y difundir su interesante obra, y, por otro, revalorizar su colección permanente.

La existencia nómada de Iturrino, que vivió en ciudades como París, Bruselas, Bilbao, Salamanca, Sevilla, Madrid, Tánger o la Costa Azul, le permitió adquirir una perspectiva cosmopolita, que sin duda enriqueció su pintura, y le llevó a ser uno de los introductores del arte nuevo en España. Conoció a Unamuno, Gómez de la Serna –además de un creador muy original, el principal teórico de las vanguardias en España–, y algunos de los más significativos artistas europeos y españoles, como Matisse, con quien compartió estudio en Sevilla y viajes por Andalucía y Tánger, o Derain, Zuloaga y Regoyos, entre tantos.

Desnudo, por Francisco Iturrino, 1910, óleo sobre lienzo, 67 x 135 cm, colección particular, Madrid.

A través de medio centenar de obras –no todas de Iturrino, también alguna de Matisse, Derain (espléndido retrato suyo sobre Iturrino, estructurado bajo la geometría de Cézanne, pero con los tonos oscuros del primer Iturrino), Vlaminck y otros artistas que coincidieron en postulados estéticos y/o temáticos– se nos ofrece una visión panorámica de su obra que va desde el realismo crudo, bajo la influencia de la Generación del 98, y el postimpresionismo, en la estela de Cézanne, a la autonomía del color, propia del fauvismo.

De entre todas ellas resaltaría los desnudos de mujer, como El baño (Sevilla) (1908), o aquellas obras con las que concluye la muestra, como Desnudos (Mujeres jugando al corro) (1916-18), que recuerda a Renoir, como con ojo clínico observó Matisse, aunque transmiten la sensualidad y la alegría de vivir de la obra de este último. Sería un ejercicio interesante comparar estas dos obras mencionadas, pues si bien ambas comparten hasta cierto punto el tema, se aprecia una evolución del color hacia una mayor claridad. Pero el color no es solo la luz, es también un estado de ánimo e incluso una filosofía: se diría que mientras la primera es reflexiva, como si indagara en la esencia de algo –¿de una costumbre?–, la segunda es hedonista.

Naturaleza muerta, por Francisco Iturrino, 1910-11, óleo sobre lienzo, 87 x 100 cm, Bilbao, Museo de Bellas Artes (depósito colección Zorrilla Lequerica).

Dos presencias constantes son dos de sus reconocidos maestros: Cézanne y Matisse. Como ha señalado la comisaria de ambas exposiciones, Lourdes Moreno, Iturrino “trabajó en un punto equidistante entre Cézanne y Matisse” (…) Matisse dotó a la pintura de un estado de felicidad a través del ritmo del color, que consideraba como la música[ii]. Además de ciertas temáticas (desnudos, naturalezas muertas, paisajes…), del primero toma la perspectiva de la geometría de los cuerpos, mientras que del segundo el predominio del valor de los colores sobre las líneas.

Interesantes a pesar de que no son tan conocidas son las obras que están casi al final del recorrido, inspiradas en la finca de la Concepción de Málaga, donde realizó varias estancias entre 1913 y 1919, y en las que su pincelada cobra una libertad y una luminosidad inusuales, con las que refleja las sensaciones de la naturaleza de una manera jovial e inocente.

Como penetrantemente ha escrito Petra Joos, disolviendo un viejo dualismo y poniendo de manifiesto valores apenas entrevistos de este pintor: “Iturrino busca el fundirse, la aleación con el objeto del goce porque sensualidad es espíritu en el momento que desaparece la dualidad materia-espíritu, como para Chaïm Soutine una pintura no expresa una experiencia, sino que ella es propiamente experiencia. Con potentes manchas de color y con el salvaje ritmo del recorrido del pincel la masa cromática se convierte en sustancia viva, que se renueva desde sí misma”[iii].

El tobogán, ilustración n.º 20 del libro Jazz, por Henri Matisse, 1947 © Succession H. Matisse / VEGAP 2018.

Ciertamente, los seres humanos tenemos vivencias, pero estas son amorfas e ininteligibles incluso para uno mismo hasta que no encontramos la forma de expresarlas de modo verbal, pictórico, musical… Entonces se transforman por la gracia de los lenguajes de las artes en experiencias, algo que se puede comprender y comunicar. Y a pesar de que surgen individualmente, sin embargo podemos reconocer nuestras experiencias en ellas. Este es el tránsito de lo invisible a lo visible, de lo individual a lo universal.

Jazz brota durante un período de convalecencia de Henri Matisse (no hay que perder de vista las relaciones del arte y las enfermedades, como sublimación de los estados a los que nos condenan estas o la propia existencia), debido a un encargo que recibe de Tériade, editor del libro, que se publicó en 1947, después de acabar la Segunda Guerra Mundial. Quizá por ahí se puede interpretar uno de los collages más inquietantes y bellos, Ícaro, la ilustración nº VIII. Expresa de otro modo lo que más tarde haría Marc Chagall con este mito, convertido ya en un símbolo de la elevación y de la consiguiente caída de los humanos.

Compuesta de veinte collages realizados en papeles brillantes recortados (papiers découpés) bajo temáticas inspiradas en recuerdos de viajes, cuentos populares, el teatro o el circo, y decorados con motivos geométricos, abstractos, vegetales y figuras antropomorfas, sin duda lo más interesante desde el punto de vista del debate de la línea frente al color con el que comenzábamos este artículo es que, en palabras de Matisse, este proyecto consiste en “dibujar con tijeras. Recortar desgarrando los colores me recuerda la talla directa de los escultores. Este libro ha sido concebido en este espíritu”.

El tragasables, ilustración n.º 13 del libro Jazz, por Henri Matisse, 1947 © Succession H. Matisse / VEGAP 2018.

¿A qué se refiere con esa metáfora, “dibujar con tijeras”? A figurar con láminas de colores, a ensamblar recortes cuyos bordes con otros trazan imágenes de figuras que podemos distinguir y reconocer[iv]. ¡Y esto lo expresa el máximo representante del fauvismo, la corriente pictórica que lleva el color a su casi plena autonomía! Como anticipábamos al comienzo, no solo se figura con el dibujo, también con los colores.

Cerremos el círculo con estas sabias palabras de Félix de Azúa: “No hay artista, de Da Vinci a Van Gogh, de Durero a Goya, que no haya dejado noticia de sus invenciones cromáticas. Son notas de un lirismo tan inmediato que nos hacen sonreír, pero sobre ellas descansa la posibilidad misma de la pintura, porque los colores no son cuerpos, sino figuras, según he anotado al comienzo, y un pintor sin su propia y original leyenda cromática, sin un color significador del mundo, un color capaz de hacer mundo, de figurarlo, carece de todo interés. No existe”[v].

Y a falta de la música que acompaña a los collages de Matisse, en busca quizá de una relampagueante sinestesia que nos lleve a recuperar el tiempo perdido o la experiencia del pasado, gocemos y aprendamos de esta música verbal de Félix Grande inspirada en la fraternidad del jazz:

“De Charlie Parker a Edit Piaf / un diluvio de negro spirituals / y de blanco spirituals llueve / sobre la civilización / llueve Piaf, llueve Parker, llueven / Manolo Caracol, Louis Armstrong, / Discépolo, John Coltrane, Billie Holiday. / Es un agua que se introduce / por las fisuras de los Parlamentos, / por las rendijas de los programas, / por los agujeros de la ONU, / empapa a la estrategia, moja / a la inmortalidad y la encoge, / hincha a las oscuras maderas / de los ataúdes y congela / todo el grandioso fuego de vivir. / Llueve toda la tarde, llueve / toda la noche: y tras la ventana / en que repiquetea la lluvia / ese diluvio es observado / por un blanco o un negro / mientras que suena un saxofón / y llueve[vi]”.

Sebastián GÁMEZ MILLÁN

[i] Saer, Juan José, “Línea contra color”, Babelia, El País, 12/2/2005, p. 24.

[ii] Moreno, Lourdes, “Iturrino: el color del sur”, reunido en La furia del color. Francisco Iturrino (1864-1924), Palacio de Villalón, Málaga, 2018, p. 28.

[iii] Citado en La furia del color. Francisco Iturrino (1864-1924), 2018, op. cit, p. 142.

[iv] Me he ocupado de esta cuestión en los capítulos 6 “Leonardo y el conocimiento figurado de la pintura” y 12 “Conclusiones: vernos a nosotros mismos mientras la miramos”, de Sebastián Gámez Millán, Conocerte a través del arte, Madrid, Ilusbooks, 2018.

[v] Azúa, Félix., Diccionario de las artes, Barcelona, Debate, 2017, p. 96.

[vi] Grande, Félix, “Por los barrios del mundo viene sonando un lento saxofón”, recogido en Guijarro, Juan Ignacio, Fruta extraña. Casi un siglo de poesía española del jazz, Sevilla, Vandalia, 2013, pp. 211 y 212.

 

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